Fue en un martes gris — o un miércoles, la verdad es que con tanto café perdí la cuenta — cuando la creatividad, simplemente, me dejó.
No fue con un “adiós” por WhatsApp, ni con una nota bajo la almohada. No. Se fue como ese amigo que de repente desaparece del grupo de chat y tú te quedas ahí, mirando tu cara en la pantalla del celular y preguntándote: “¿pero qué dije?”
La última vez que la vi salió caminando como si fuera una actriz de telenovela, con ese aire de “yo merezco más”, y soltó un “¡adiós, ideas mediocres!” mientras se envolvía en lo que juraría que era humo de incienso barato. Me dejó cara a cara con una hoja en blanco y ese maldito cursor parpadeando… como si se riera de mí.
Intenté buscarla. Incluso hice una especie de inventario mental: ¿se fue a la cafetera? ¿Se escondió entre los correos que llevo meses sin leer? ¿O andará en la fila del supermercado, viéndome dudar entre un aguacate maduro y uno que parece piedra?
Y entonces, de la nada, me di cuenta: no se fue por aburrimiento. Esta vez fue una fuga organizada. Hasta encontré un cartel en mi cabeza que decía: “¡Vacaciones en el País del Absurdo! Temporada alta”. Ahí estaba ella, tomando selfies con cactus que ríen solos y jugando Animal Crossing en modo ultrarrealista con unicornios con lentes.
Mientras tanto, yo probé de todo: escuché podcasts de “cómo ser productivo en 5 minutos”, me escondí bajo la mesa como si fuera un perro avergonzado… Hasta llegué a scrollear Instagram buscando inspiración. ¿Qué encontré? Discusiones épicas sobre si el meme del “distracted boyfriend” sigue vigente y teorías de que los gatos controlan YouTube desde las sombras.
Mi cerebro se sentía como un Windows 98 intentando abrir TikTok: se trababa, se ponía lento, y al final solo salía un mensaje: “no hay suficiente memoria para continuar”. Así que, qué más daba, empecé a escribir cualquier cosa: listas del súper, recetas de sopa de fideo (sí, la de sobre), y hasta cartas de reclamación a la compañía de luz. Aunque, pensándolo bien… hasta las facturas suenan poéticas cuando estás desesperado.
Pero una madrugada —esa en la que el café ya no huele a café, sino a “por qué hago esto” —, de repente… ¡volvió!
No entró con elegancia. Llegó saltando como un payaso pirata en monociclo eléctrico, con cara de “¡hola, tonto! ¿me extrañaste?” y una mochila llena de locuras: personajes imposibles, frases que explotan como globos de agua con glitter, y hasta un par de chistes tan malos que solo funcionan a las 3 a.m.
Ahí entendí algo: la creatividad no es un empleado. Ni siquiera es una amiga confiable. Es una viajera caótica que regresa cuando quiere, porque —según ella— “el mundo necesita algo raro y tú estabas demasiado serio”.
Así que ahora la trato como a ese primo que aparece sin avisar, pide comida y se va con tus calcetines. Le doy espacio. Y si vuelve a desaparecer, ya no corro detrás. Mejor hablo con mi planta, invento palabras sin sentido (“blorf”, “zumbrín”, “plátantrópico”) o me tiro al suelo a imitar a un gato haciendo yoga… mal.
Porque la inspiración siempre vuelve. A su manera. A su tiempo. Y cuando lo hace, el vacío se llena de tanto color que hasta los sueños dicen: “esto sí que es nuevo”.


