lunes, 29 de septiembre de 2025

El trabajo social con poblaciones vulnerables: explicado desde la práctica

A ver, cuando hablamos de poblaciones vulnerables no estamos hablando de estadísticas frías, sino de personas reales que enfrentan barreras todos los días: niños en riesgo, adultos mayores y personas con discapacidad. Y aquí es donde entra en juego el trabajo social. Nuestro rol no es “hacer favores” ni “dar caridad”, sino acompañar, abrir caminos y defender derechos

Niñez: la etapa más frágil (y más importante)

La infancia es una bomba de tiempo si no se atiende bien. Yo he visto niños que a los 8 años ya cargaban con responsabilidades de adultos: cuidando a sus hermanos, escapando de situaciones de violencia, o viviendo con hambre.

¿Qué hacemos ahí como trabajadores sociales? No basta con “rescatar” al niño. Hay que coordinar con la escuela para que no deje de estudiar, con psicólogos para atender las secuelas emocionales, con las instituciones para que se respeten sus derechos. En pocas palabras: no vemos al niño como víctima, sino como sujeto de derechos. Y créanme, eso cambia toda la perspectiva de intervención

Adultos mayores: mucho más que cuidados médicos

El envejecimiento de la población es un fenómeno global. Pero ojo: no todos los adultos mayores quieren que los traten como personas frágiles. Muchos lo que necesitan es compañía, reconocimiento y espacios donde sentirse útiles.

Les cuento: en un centro comunitario organizamos un taller de huertos urbanos con adultos mayores. No solo sirvió como terapia ocupacional, también como excusa para armar redes de apoyo entre ellos. Al final, lo que buscan es autonomía y dignidad. Si solo los vemos como “enfermos” o “dependientes”, estamos fallando.

 

 

 

Personas con discapacidad: inclusión real, no discurso. 

 

Aquí hay que ser claros: la discapacidad no es el problema, el problema son las barreras que la sociedad pone. Yo he acompañado a jóvenes con discapacidad en procesos de búsqueda de empleo, y les aseguro que su mayor obstáculo no era su condición, sino los prejuicios de las empresas.

Nuestro trabajo es doble: dar herramientas a la persona (adaptaciones, accesos, información legal) y sensibilizar al entorno (familia, comunidad, empleadores). Porque de nada sirve que alguien tenga talento si las puertas siguen cerradas. Y ojo: inclusión no es “pobrecitos, démosles chance”, inclusión es reconocer que tienen los mismos derechos que cualquiera.

Lo que nunca hay que olvidar: ética y compromiso

Algo que siempre les digo: este trabajo no se trata de “salvar” a nadie. Se trata de respetar, escuchar y acompañar. Nuestra ética profesional es lo que nos diferencia de un simple asistencialismo. Sí, ahora tenemos apps, plataformas digitales y metodologías innovadoras, pero nada sustituye la mirada, la escucha y la confianza que se construyen cara a cara.

Para cerrar

El trabajo social con poblaciones vulnerables es duro, no les voy a mentir. Van a ver dolor, injusticias y muchas veces impotencia. Pero también van a ver cambios pequeños que hacen toda la diferencia: un niño que sonríe porque ya está en un entorno seguro, un adulto mayor que se siente acompañado, una persona con discapacidad que consigue su primer empleo.

Eso, más que cualquier teoría, es lo que nos recuerda por qué elegimos esta profesión: porque creemos en sociedades más justas y más humanas.

Y finalmente recuerda que cada intervención, por pequeña que parezca, puede cambiar una vida. Y ese es el verdadero sentido del trabajo social. 






 

viernes, 26 de septiembre de 2025

El club de los huertos caseros: la revolución silenciosa (y verde)

 ¿Quién necesita un rancho gigante cuando puedes montar tu jungla personal en un balcón de 2x2?.

Yo empecé en plan inocente: compré unas macetas de albahaca en el

súper, pensando que iba a ser un chef italiano en mi propia cocina. Duraron una semana. UNA. La tercera sobrevivió, y ahí, amigos, empezó la obsesión.

Porque un huerto casero es como un videojuego de paciencia y fe. No importa el espacio: una maceta, un balde, una botella de leche mal cortada con tijeras. Yo tengo lechugas en botellas recicladas que parecen invento de secundaria. No ganan un concurso de diseño, pero... ¡crecen!.

Y luego están los genios del vecindario. Mi vecina del 4º piso se inventó un huerto vertical con tubos de PVC. Sube las bolsas de tierra por las escaleras como si fueran entrenamiento de crossfit, y ahí la ves: orgullosa, enseñando sus fresas colgando como joyas. Yo intenté ser moderno con lo hidropónico… fracaso total. Mis lechugas sabían raro, como a químico de limpieza. Desde entonces, me reconcilié con la tierra, el sol y la regadera de toda la vida.

Lo curioso es que esto se pega. Un amigo te regala un tomate cherry de su huerto y tú piensas: “¿Y si yo puedo?”. Y de repente estás metido hasta el cuello: macetas viejas, tierra barata y el optimismo absurdo de que esta vez sí. ¿La realidad? Tus plantas igual se mueren . (Todavía le echo la culpa a la ola de calor de julio por las pobres berenjenas. No fue mi culpa, lo juro).

Cada planta tiene su carácter, como si fueran integrantes de un reality show:

  • El tomate es la diva. Quiere sol, agua exacta y un pedestal. Si no, se ofende y se mustia.

  • La lechuga es un vampiro: odia el calor, vive mejor en la sombra, y si la dejas, se desarrolla rapidamente como si quisiera huir. Aunque sus hojas se vuelven
    amargas (ugh!)

  • El romero es el sabio zen. Lo puedes olvidar semanas y sigue ahí, fresco como si nada.

  • Las zanahorias… bueno, las mías salen torcidas, chuecas, como si hubieran tenido una noche loca bajo tierra.

  • Y los rábanos, joyita de principiantes: rápidos, fáciles y encima te hacen sentir pro aunque no tengas ni la menor idea.

Pero el huerto no es solo comida. Es tu serie diaria de intriga y drama. Cada día hay un capítulo nuevo:
—¿Se me pasmarán las espinacas otra vez?
—¿Sobrevivirá el pepino al ataque mortal de la araña roja?
—¿Por qué diablos mis zanahorias parecen sacacorchos?

Es como una telenovela, pero sin comerciales. Y lo que aprendes ahí no está en ningún libro: la paciencia no es un don, es un músculo. Y cuando por fin pruebas tu primer tomate, aunque sea chiquito y con un mordisco de caracol, te sabe mejor que cualquier cosa del súper.

Y si tienes niños cerca, olvídate: el huerto se vuelve parque de diversiones. Mi sobrino se pasa horas cazando cochinillas (los llama “ositos de tierra”), adoptando lombrices como si fueran Pokémon, y discutiendo conmigo sobre cuál es “la planta más poderosa”. Para él, cada maceta es un mundo mágico. Y sí, es la mejor escuela: ahí entienden qué es la vida, la paciencia y la regla sagrada de que la primera fresa se la queda el que riega.


Lo bonito es que un huerto cabe en cualquier parte. Una maceta, una taza fea de esas que te regalaron en Navidad, un cajón que pensabas tirar. No se trata del tamaño, sino de lo que siembras. Sí, sacas comida (poca al principio,muy poca... no te voy a mentir), pero lo más valioso es esa conexión con la tierra que a veces olvidamos. Esa sensación de que, aunque todo falle, la vida siempre busca un huequito por dónde crecer.

Claro, no todo es zen: la vida también te trae pulgones, orugas y algún hongo raro que aparece de la nada. Pero hasta eso te enseña algo: a observar más, a no controlar todo, y a aceptar que, en el fondo, las plantas siempre tienen la última palabra.

Así que si alguna vez has matado un cactus, si tus macetas parecen cementerio verde, si juraste que no tenías mano para esto… bienvenido al club. Aquí todos somos novatos, todos regamos de más o de menos, todos culpamos al clima o al perro. Y todos, tarde o temprano, sonreímos como tontos cuando vemos asomar la primera hojita.

Así qué no esperes más, ¡manos a la obra! O mejor dicho... ¡Manos a la tierra! 


 


miércoles, 24 de septiembre de 2025

La salud mental y las adicciones: un desafío social y multidimensional.

 La salud mental y las adicciones constituyen dos fenómenos profundamente entrelazados que representan uno de los mayores desafíos para el bienestar social y comunitario. La salud mental va más allá de la ausencia de trastornos diagnósticos; involucra la capacidad de las personas para manejar sus emociones, mantener relaciones funcionales y afrontar las tensiones diarias. Sin embargo, la incidencia creciente de trastornos como la depresión, la ansiedad y otros padecimientos psicológicos se combina con contextos sociales adversos —como la pobreza, la violencia y la exclusión— que contribuyen de manera decisiva a la vulnerabilidad social.

En este escenario, las adicciones funcionan a menudo como una manifestación de enfermedades y sufrimientos mentales no atendidos o insuficientemente tratados. El consumo problemático de sustancias, que incluye desde alcohol hasta drogas ilícitas, suele ser una estrategia de afrontamiento temporal frente a emociones que resultan insoportables para el individuo. Sin embargo, esta dinámica crea un ciclo donde la adicción agrava las condiciones de salud mental, dificultando la recuperación y generando un impacto negativo en el entorno familiar y comunitario.

La respuesta eficaz a esta problemática debe ser integral y multidisciplinaria, considerando no solo los síntomas clínicos sino también las condiciones sociales que alimentan el consumo y perpetúan el estigma. Los modelos de intervención social enfatizan el trabajo en equipo entre psicólogos, médicos, trabajadores sociales y promotores comunitarios, para abordar simultáneamente la salud mental y la adicción. Así mismo, se promueven estrategias de prevención que involucren a la familia y a las instituciones educativas, fortaleciendo las capacidades emocionales y sociales desde temprana edad.

 

Un obstáculo significativo radica en los prejuicios sociales que rodean ambos temas. La estigmatización tiende a etiquetar a las personas como “peligrosas” o “débiles”, fomentando su exclusión y limitando el acceso a servicios adecuados. Cambiar esta narrativa es fundamental para que la comunidad, las instituciones y los sistemas de salud impulsen una atención humanizada, basada en la dignidad y el respeto hacia quienes padecen trastornos mentales y adicciones.

  

 

Para alcanzar mejores resultados, es indispensable fortalecer la infraestructura sanitaria y capacitar a los profesionales en enfoques sensibles y efectivos. Este proceso también requiere la concertación de políticas públicas que integren programas de prevención, intervención y rehabilitación, garantizando el acceso universal y sin discriminación.

En suma, la salud mental y las adicciones son un fenómeno social complejo que demanda respuestas integrales, coordinadas y empáticas. Reconocer la conexión entre ambos y actuar en consecuencia permite construir entornos más saludables, inclusivos y resilientes, donde las personas puedan encontrar apoyo y oportunidades reales para su recuperación y desarrollo.

La labor directa del trabajador social en este contexto es fundamental. Este profesional actúa como puente entre la persona, su familia y los recursos comunitarios y de salud disponibles. Evalúa las necesidades sociales y emocionales del individuo, diseña planes de intervención personalizados y brinda acompañamiento durante los procesos de tratamiento y rehabilitación. Además, trabaja en la sensibilización y educación para prevenir estigmas, facilita el acceso a servicios especializados y promueve redes de apoyo comunitario que fortalecen el entorno social del paciente. En definitiva, el trabajador social es un actor clave para garantizar una atención integral que reconozca la complejidad humana detrás de la salud mental y las adicciones.





lunes, 22 de septiembre de 2025

Ya llegó el Otoño

 Otoño: esa época del año en la que la naturaleza parece decirnos: "Bueno, ya trabajaste suficiente, ahora vamos a hacer que te pongas un suéter feo y pases más tiempo en casa". El otoño no es sólo la estación en la que las hojas deciden volver a sus colores originales (sí, como cuando tu amigo que nunca se broncea se convierte en un camarón humano después de un día de playa), sino también es la excusa perfecta para fingir que nos gusta el café con especias y usar bufandas que hacen que parezcamos personajes secundarios en películas de los años 90.

En otoño, la tierra se pone un poco dramática - las hojas caen como si fueran despidos masivos en una oficina de mala calidad; crujen bajo nuestros pies como si se quejaran en secreto de nuestro paso apresurado. Los árboles se despiden con ese tono melancólico que solo un filósofo triste podría admirar, aunque la mayoría de nosotros solo estamos pensando en la próxima temporada de nuestra serie favorita y en evadir el gimnasio.

Pero más allá de la comedia de ponerse ropa de más y descubrir que aún así hace frío (y eso que no es Invierno), el otoño es un recordatorio espectacular de la impermanencia. Las hojas no se aferran a las ramas porque saben que su ciclo ya terminó. Se sueltan, bailan un último vals con el viento, y desaparecen. Así, como cuando uno finalmente suelta la resistencia a que el mundo cambie, y en vez de aferrarse al pasado, decide vivir el presente con gracia — aunque sea con un café saborizado (¡ugh!) en mano y un suéter que no combina.
 

 Entonces, si el otoño nos enseña algo, es que está bien soltar lo que ya no sirve,que también en la caída hay belleza y que hasta lo más simple —como una hoja que gira en el aire— puede ser una obra maestra de la naturaleza. De modo que, abrácese a lo absurdo, disfrute el espectáculo cromático y recuerde: la felicidad, como las hojas en otoño, también tiene su momento para brillar y luego entregarse a la magia del cambio.

Y no hay de que preocuparse, nosotros también podemos encontrar luz y humor en las estaciones de la vida, porque eso, mis amigos, es lo que hace que este descenso estacional valga la pena.

 Así que, bienvenido otoño, no eres solo una estación más, eres el recordatorio vestido de hojas caídas de que hasta el fin tiene su encanto.




 

viernes, 19 de septiembre de 2025

Anécdotas del Trabajo Social

 

En una de sus primeras visitas domiciliarias como trabajadora social, Ana tenía el

encargo de evaluar la situación de Doña Carmen, una señora de 78 años que vivía sola en un pequeño departamento con su inseparable gato llamado Mochi. Ana llegó puntual, con una carpeta de preguntas y documentos, lista para realizar el estudio social que ayudaría a identificar las necesidades y los apoyos que Doña Carmen podía requerir.

Al principio, Doña Carmen se mostró un poco tímida y reservada, pero sus ojos reflejaban una calidez especial. Mientras Ana preguntaba acerca de la salud, el entorno familiar y las actividades diarias, la señora respondía con sinceridad, aunque con cierta distancia. Todo transcurría con normalidad hasta que Ana mencionó el tema de la compañía. Fue entonces cuando Doña Carmen mencionó con una sonrisa sincera que su mayor compañía era Mochi, un gato travieso y cariñoso que, según ella, tenía la peculiar habilidad de captar toda la atención de quienes visitaban su hogar.


Casualmente, en ese momento Mochi se acercó sigilosamente a Ana y, sin previo aviso, saltó directo a su regazo. Ana, sorprendida, vio cómo el gato comenzó a moverse entre su carpeta y el bolígrafo, inquieto pero decidido a hacer que toda la atención se centrara en él. Ana intentó continuar con la entrevista, pero la pequeña criatura parecía tener otros planes: intentar atrapar el bolígrafo, acariciar la libreta con sus patas y hasta apoyarse sobre las notas. Doña Carmen no pudo contener la risa y bromeó diciendo: "Mochi es un poco celoso, quiere ser el centro de atención, no mis historias".

Este momento espontáneo, lejos de interrumpir la entrevista, funcionó como un verdadero rompehielos. Ana dejó a un lado un poco la formalidad y comenzó a platicar con Doña Carmen sobre Mochi, las travesuras del gato y la compañía que le brindaba en sus días más solitarios. Fue en esa conversación natural y relajada donde Ana comprendió la importancia de la mascota para Doña Carmen; no solo como compañía, sino como un vínculo vital que le daba alegría y sentido a su rutina diaria.

La anécdota enseñó a Ana que el trabajo social no siempre se trata de cumplir listas de preguntas o formularios estrictos, sino de estar presente en esos pequeños detalles que humanizan el proceso. Que a veces, una sonrisa, una mascota inquieta o un comentario sencillo pueden ser la llave para abrir un mundo de confianza y diálogo con quien se atiende. Y que, en definitiva, la verdadera conexión con las personas es el primer paso para acompañarlas a mejorar sus vidas.


 

jueves, 18 de septiembre de 2025

La timidez: ese vecino silencioso que todos tenemos


La timidez es como ese vecino raro que vive al lado de nuestra casa mental y que nunca nos 

invita a tomar un café, pero que está ahí, insistente, dejando notas en la puerta que dicen “¿Quieres salir? Ah, no, mejor no”. Es una especie de espectador silencioso — o no tan silencioso — en la función de nuestra vida, que a veces nos susurra al oído “mejor quédate en casa” justo cuando el mundo nos llama a salir a la pista de baile social.

 Pero, ¿qué es la timidez sino una especie de máscara que nos ponemos para no ser el centro de atención? Cada vez que abrimos la boca para decir algo en una reunión o invitamos a alguien a charlar, nuestro cerebro despliega un manual secreto de “qué hacer para no hacer el ridículo”, y si algo sale mal, la timidez saca su garrote con la leyenda “te lo dije”.

Ahora, vamos a poner los pies en la tierra. La timidez no es un monstruo terrorífico ni un enemigo mortal. Más bien es una especie de compañero torpe, adorablemente incómodo, que a veces se tropieza con nuestras decisiones más valientes y nos hace caer justo frente a todo el mundo. Pero también, si lo miramos bien, es un recordatorio de que somos humanos, con miedos y dudas. ¿Y qué sería de la humanidad sin esos pequeños tropiezos?

¿Superar o aceptar?

Aquí viene la eterna disyuntiva: ¿superar la timidez o aceptarla? Imagínate que la timidez es un gato esquivo. Puedes intentar domesticarlo, ofrecerle atún y paciencia, o puedes decidir que es mejor dejarlo ser y simplemente dejarle un plato de comida al lado mientras él merodea a su antojo. Por supuesto, la opción favorita de muchos es la primera, la de convertir al gato tímido en un majestuoso felino de salón social.

Superar la timidez es como aprender a bailar un poco aunque no tengas ritmo. Al principio, pisarás muchos pies y te tropezarás, pero con práctica y un poco de humor, ese baile incómodo se transforma en una coreografía digna de Instagram. Se trata de pequeños actos de valentía: hablar con un extraño, expresar una opinión, sonreír sin miedo al qué dirán. Paso a paso, y sin apurarnos, porque la timidez también es paciente (y un poco pesadita).

Pero no todo es una batalla épica con nuestro lado tímido. En ocasiones, aceptar nuestra timidez es como aceptar que nos encanta el helado de vainilla más que el de sabores exóticos. No hay nada de malo en ser un poco tímido si eso nos define y no nos limita. La clave está en no dejar que esa timidez decida por nosotros, sino que sepamos cuándo sacarla a pasear y cuándo dejarla descansar bajo la sombra.

La vida con timidez: crónica de un sobreviviente

Vivir con timidez es, muchas veces, como ser el protagonista de tu propia película indie. Hay momentos dramáticos en los que un “hola” se siente como una montaña rusa, pero también hay escenas cómicas en las que un malentendido social termina con risas nerviosas y miradas furtivas. En realidad, la timidez puede ser un superpoder disfrazado: la misma sensibilidad que nos hace tímidos nos dota de una percepción fina del mundo y nos invita a observar antes de actuar, a escuchar más que a hablar.

Además, la timidez nos hace creativos. ¿Quién no ha escrito mil mensajes en su cabeza para luego decidir no enviarlos? Esa capacidad de reflexión también es un terreno fértil para la empatía y la conexión genuina, aunque no sea a través del megáfono social.

En conclusión

La timidez no es la villana de esta historia. Es, antes bien, un personaje complejo y entrañable que puede ser tanto obstáculo como aliado. No necesitamos odiarla ni exorcizarla, sino entenderla, aprender de ella y, cuando el momento lo amerite, desafiarla con una sonrisa torpe pero sincera. Porque al final del día, todos luchamos esa pequeña guerra interna entre el miedo y el deseo de conectar, y ahí está la verdadera valentía: en ser nosotros mismos, tímidos o no, pero auténticos.


 

lunes, 15 de septiembre de 2025

La Eternidad del Grito: Entre la Nostalgia y el Desencanto

 

Confieso que cada septiembre el bullicio retorna. Las banderas invaden los
parabrisas y los niños son disfrazados de héroes cuya fecha de nacimiento solo se recuerda si hay que evitar un examen de historia. Se acerca el 15 y, como dictan los cánones, nos preparamos para gritar que somos libres mientras revisamos en el celular cuántas horas faltan para volver al tráfico. Pero dime, lector, entre los tamales y el tequila, ¿qué es exactamente lo que celebramos cuando el país parece caminar con una piedra atada al tobillo?

Se dice que el Grito de Independencia es memoria, unión, identidad. Y claro: la patria necesita pretextos que permitan olvidarnos por un momento de sus tropiezos. El ritual, ese gran teatro colectivo, nos reúne bajo una consigna: recordar el principio, no tanto el final. Nadie brinda por el acta de independencia, sino por el inicio, aquel grito desesperado más cercano a la rabieta que a la épica, como quien revienta una piñata esperando dulce justicia y solo encuentra confeti.

La paradoja es deliciosa: nos hermanamos al clamar “¡Viva México!” justo cuando la confianza en el gobierno es insulsa y la definición de independencia parece un meme más en redes sociales. Y aquí reside la magia del acto: la fiesta es, al mismo tiempo, protesta y resignación. Recordamos aquel antiguo grito contra el “mal gobierno” para medirlo con el que hoy soportamos, sabiendo que la historia —como la noche del 15— se repite, pero con bocinas nuevas y show de drones.

Hay quienes preguntan si tiene sentido el rito en este México del meme y la pantalla táctil, donde la patria parece reducirse a emojis y trending topics. Sin embargo, es el propio caos el que nos obliga a celebrar: porque ahí, en la colectividad repetitiva y coreografiada, probamos dos cosas elementales: que seguimos aquí, y que, al menos esa noche, damos por sentada la esperanza. La celebración, entonces, es un suspiro que nunca se apaga, aunque el desencanto se multiplique de sexenio en sexenio.

Por eso digo —a riesgo de caer en el lugar común— que el Grito es más del pueblo que del poder, del anhelo que de la nostalgia. Las plazas atiborradas, los fuegos artificiales que se repiten con el mismo guion cada año, la familia apiñada en busca de pretextos para reírse del presente, todo eso nos recuerda que las utopías no mueren: solo se disfrazan.

¿Independencia? Pendiente y en trámite. ¿Mal gobierno? Permanente, como la humedad en el techo. Y aun así, celebramos: porque cada septiembre, si uno agudiza el oído, entre el estruendo de la pirotecnia y el grito entonado a destiempo, se cuela la añoranza de una libertad por venir, y la certeza de que preguntarnos por qué gritamos es, a su manera, el acto más democrático del calendario.

 


viernes, 12 de septiembre de 2025

El Día del Chocolate: un homenaje que engorda pero alegra

Dicen que el chocolate es el sustituto perfecto del amor. Yo digo que también es sustituto del nutriólogo, del terapeuta y hasta del cura en confesión. Porque seamos honestos: no hay pecado que no se diluya con una mordida de chocolate y un buen vaso de leche fría… que curiosamente en México podría ser leche de bolsa, de garrafa, o de quien sabe qué animal si estás en un rancho.


Ahora bien, ¿qué clase de humanidad necesitaba inventar un “Día del Chocolate”? Una humanidad con sobrepeso, estrés y suegras… exacto: la nuestra. Yo me imagino a los mayas, guardianes originales de este manjar, pensando: “Lo inventamos para rituales sagrados”... y ahora nosotros: “¡Mete el pastelito en el microondas y que la Nutella corra como río!” Qué devaluación religiosa, ¿no?

En Estados Unidos el Día del Chocolate lo celebran como si fuera el descubrimiento de la penicilina. En México, en cambio, se nos atraviesan las promociones del Oxxo: dos Bubulubus por 20 pesos y todos felices. Es tan patriótico como comer mole en pleno septiembre… que dicho sea de paso, también tiene chocolate. O sea: los mexicanos realmente no necesitamos esperar un día oficial para festejarlo. Ya lo tenemos incrustado en el ADN y en la lonja.

Ahora, en tono serio (bueno, lo más serio que puedo sonar hablando de azúcar fermentada en la panza): el chocolate es el lubricante social universal. Vas a una cita, llevas chocolates. Te peleas con tu pareja, llevas chocolates. Muerde el perro al vecino… chocolates para que no te demande. Si hasta los políticos deberían incluirlo en sus campañas: “Vote por mí, le doy su Kínder Bueno”.

El problema es que este “día internacional” está a un compás de volverse una

excusa para comer sin cargo de conciencia. Es como cuando te dicen: “Hoy es el Día del Taco”… ¿y qué haces? Cinco al pastor con todo y piña. El Día del Chocolate es ese permiso oficial para que te revientes las calorías de toda la semana y digas: “Es cultura, no glotonería”.

Pero ojo: cada país tiene su estilo. En Estados Unidos lo ven gourmet: 70% cacao, con notas a madera y frases como “fair trade”. En México, nuestra versión es un Carlos V que sabe igual desde 1978, y ni falta hace complicarse más. Eso sí, si eres fifí lo acompañas con chocolate artesanal de Oaxaca servido en jícara. Y si eres Juan Pueblo, pues va directo desde la taza de barro con espuma, para bajártelo con un bolillo de a peso (si es que todavía los hay de ese precio).

En conclusión: el Día del Chocolate es la fiesta global más democrática. Entra el rico, el pobre, el fifí y el Godínez. La única diferencia es que unos lo comen en trufas francesas y otros en chocorroles del tianguis. Pero el efecto es el mismo: sonrisa inmediata, mancha en la camisa y 20 abdominales de penitencia.

Y si me preguntan cómo celebrarlo, yo digo: pongan una barra de chocolate en cada mesa de oficina y observen el milagro. ¿Productividad? No sé. Pero risas y caries… ¡garantizados!