En una de sus primeras visitas domiciliarias como trabajadora social, Ana tenía el
encargo de evaluar la situación de Doña Carmen, una señora de 78 años que vivía sola en un pequeño departamento con su inseparable gato llamado Mochi. Ana llegó puntual, con una carpeta de preguntas y documentos, lista para realizar el estudio social que ayudaría a identificar las necesidades y los apoyos que Doña Carmen podía requerir.Al principio, Doña Carmen se mostró un poco tímida y reservada, pero sus ojos reflejaban una calidez especial. Mientras Ana preguntaba acerca de la salud, el entorno familiar y las actividades diarias, la señora respondía con sinceridad, aunque con cierta distancia. Todo transcurría con normalidad hasta que Ana mencionó el tema de la compañía. Fue entonces cuando Doña Carmen mencionó con una sonrisa sincera que su mayor compañía era Mochi, un gato travieso y cariñoso que, según ella, tenía la peculiar habilidad de captar toda la atención de quienes visitaban su hogar.
Casualmente, en ese momento Mochi se acercó sigilosamente a Ana y, sin previo aviso, saltó directo a su regazo. Ana, sorprendida, vio cómo el gato comenzó a moverse entre su carpeta y el bolígrafo, inquieto pero decidido a hacer que toda la atención se centrara en él. Ana intentó continuar con la entrevista, pero la pequeña criatura parecía tener otros planes: intentar atrapar el bolígrafo, acariciar la libreta con sus patas y hasta apoyarse sobre las notas. Doña Carmen no pudo contener la risa y bromeó diciendo: "Mochi es un poco celoso, quiere ser el centro de atención, no mis historias".
Este momento espontáneo, lejos de interrumpir la entrevista, funcionó como un verdadero rompehielos. Ana dejó a un lado un poco la formalidad y comenzó a platicar con Doña Carmen sobre Mochi, las travesuras del gato y la compañía que le brindaba en sus días más solitarios. Fue en esa conversación natural y relajada donde Ana comprendió la importancia de la mascota para Doña Carmen; no solo como compañía, sino como un vínculo vital que le daba alegría y sentido a su rutina diaria.
La anécdota enseñó a Ana que el trabajo social no siempre se trata de cumplir listas de preguntas o formularios estrictos, sino de estar presente en esos pequeños detalles que humanizan el proceso. Que a veces, una sonrisa, una mascota inquieta o un comentario sencillo pueden ser la llave para abrir un mundo de confianza y diálogo con quien se atiende. Y que, en definitiva, la verdadera conexión con las personas es el primer paso para acompañarlas a mejorar sus vidas.


