Hoy, 5 de noviembre, muchas personas en distintas partes del mundo aprovechan para hacer un alto y reconocer la labor de quienes cuidan. Aunque no existe —todavía— un “Día Internacional de las Personas Cuidadoras” decretado por la ONU, en países como Estados Unidos noviembre es el Mes Nacional del Cuidador, y en otras latitudes se han ido creando espacios propios para visibilizar esta tarea que, aunque esencial, muchas veces pasa desapercibida. Y es que cuidar no es solo una actividad: es un acto de amor, de resistencia y, a veces, de supervivencia.
Detrás de cada adulto mayor que recibe sus medicinas a tiempo, de cada niño con discapacidad que va a la escuela, de cada persona que enfrenta una enfermedad crónica con dignidad, hay alguien que despierta antes y se duerme después. Son madres, hijos, hermanos, parejas, vecinas, amigas… o trabajadores formales del cuidado, como enfermeros, asistentes domiciliarios o promotores comunitarios. A menudo, estas personas ponen sus propias vidas en pausa sin darse cuenta, hasta que el cuerpo o el alma les dice “basta”.
Porque el cuidado no es solo cambiar pañales o preparar comidas. Es también aguantar el llanto ajeno sin tener con quién desahogarse, es cargar con decisiones médicas que ni siquiera entendés del todo, es ver cómo se desdibuja tu identidad porque ya solo te llaman “el que cuida a...”. Y en ese camino, el agotamiento, la ansiedad y la culpa —sí, la culpa por sentirse cansado— se vuelven compañeros silenciosos.
Aquí es donde entra, con los pies en la tierra y el oído atento, el trabajo social. No como una solución mágica, sino como un puente. Porque un trabajador social no solo conoce los trámites o los programas gubernamentales; sabe escuchar sin juzgar, sabe que a veces lo más urgente no es un recurso, sino un abrazo o una palabra que diga: “No estás solo”. En muchas comunidades, estos profesionales han tejido redes de apoyo entre cuidadores, han organizado talleres de autocuidado en plazas o iglesias, o han acompañado a familias a enfrentar duelos que ni siquiera habían nombrado.
Y es que hay estudios —sí, muchos— que confirman algo que cualquier persona que haya cuidado ya sabe en la piel: el acompañamiento emocional y práctico reduce el estrés, mejora la calidad del cuidado y, sobre todo, devuelve un poco de humanidad a quien lo da. Pero también hay algo que los papeles no dicen: que muchas veces el trabajador social también se quiebra. Por eso, el cuidado debe ser colectivo, no individual.
En un mundo que valora lo productivo por encima de lo afectivo, honrar a quienes cuidan es un acto profundamente político. No basta con agradecerles en un día del calendario; hay que construir sistemas que los sostengan: licencias reales, acceso a salud mental, apoyo económico, tiempo libre digno. Porque si queremos una sociedad más justa, debemos empezar por reconocer que la vida se sostiene no solo con leyes o hospitales, sino con manos que se cansan y corazones que no se rinden.
Y eso, querer cuidar sin olvidar al que cuida… eso sí que es trabajo social de verdad.


