sábado, 8 de noviembre de 2025

Día Mundial sin Wi-Fi: cuando desconectarte es más traumático que una ruptura por mensaje de voz

 

 ¿Quién iba a decirnos que la Federación Ambientalista Internacional —sí, esa que hasta hace poco andaba más preocupada por salvar a las ballenas que por curar zombies digitales como nosotros— iba a lanzar una campaña mundial hace ya 9 años… para apagar el internet?

No es broma. Ya está: 8 de noviembre, Día Mundial sin Wi-Fi.
(Nota mental: si cae en sábado, prepárate para ver a tu tía desesperada intentando mandar el meme del día en el grupo familiar y fallando estrepitosamente.)

 

 


🌍 ¿Salvar el planeta… o salvarnos de nosotros mismos?

La excusa oficial suena noble: “el planeta necesita un respiro del consumismo digital”.
Pero la pura verdad, la que nadie dice en voz alta, es otra: la Tierra no se está muriendo por los plásticos —se está desmayando de vergüenza ajena al verme a mí, con cara de crisis existencial, intentando mandar un “¿ya saliste?” con dos rayitas grises y señal de tortuga.

Resulta que, según los expertos, el scroll infinito no es solo un vicio: es una especie de pozo negro emocional donde entran horas, relaciones, productividad… y a veces hasta el recuerdo de cómo se hacía una llamada telefónica.


🐱 El nuevo superviviente: el gato cazador de señal 

Imagínate la escena:

  • Tu vecina, parada junto al router como si fuera un altar, repitiendo “¿ya? ¿ya? ¿YA?” cada cinco segundos.
  • Tu gato, que antes se ganaba la vida cazando ratones, ahora se pasa las tardes intentando cazar señal entre paredes de concreto y routers saturados. Pobrecito: le enseñaron a ser felino, no ingeniero de telecomunicaciones.

Y mientras, nosotros, los náufragos digitales modernos, flotamos en un mar de notificaciones sin batería, esperando una señal… de vida.  

 


📱 El apocalipsis silencioso (o cómo cinco minutos sin TikTok desatan el caos)

Que no te engañen: este día no es sobre ecología. Es un test de estrés colectivo. Y los resultados son reveladores:

  • Madres que no pueden regañar a sus hijos porque “el internet no da” —y por primera vez en años, tienen que usar el tono de voz real. Traumático para ambas partes.
  • Millennials que entran en un estado de pánico tipo “¿qué hago ahora? ¿hablo con alguien? ¿pienso? ¡auxilio!”
  • Ejecutivos de oficina que descubren, con horror absoluto, que sin Google no saben ni cómo se escribe “sostenible”.

El colmo del colmo es ese valiente (o desesperado) que decide “desconectarse con propósito”… y termina en una sobremesa incómoda, lanzando frases del tipo:

“¿Recuerdas cuando…?”
…mientras todos los demás calculan mentalmente cuántos megas necesitan para mensajear por whatsapp.


🪞 El espejo que nadie quiere ver 

Al final, la Federación Ambientalista no está tan equivocada.
Celebrar un día sin Wi-Fi es una metáfora perfecta:

Somos una sociedad que clama por reconectarse… pero que tiembla al pensar en hacerlo cara a cara.

Necistamos este día. No para salvar el planeta —eso vendrá después—, sino para recordar que hay vida fuera de la pantalla… aunque hoy, para muchos, “fuera de la pantalla” signifique “al lado del router, esperando que se reactive”

 

 


📢 ¿Y tú?

¿Lograrías sobrevivir 24 horas sin Wi-Fi?
¿O te declararías en estado de emergencia digital a los 20 minutos?

Mandanos un mensaje por Whatsapp.. y sí, sabemos la ironía. 



miércoles, 5 de noviembre de 2025

Hoy el acoso no se queda en la escuela… y el trabajo social tampoco

6 de noviembre – Día Internacional contra la Violencia y el Acoso Escolar

Hoy no se trata solo de evitar empujones en el recreo. Hoy también hablamos de los mensajes que duelen más por la noche, de las fotos que circulan sin permiso, de los memes que dejan marcas aunque no se vean. El acoso escolar ya no tiene horario ni fronteras: entró al salón… y también a la pantalla del celular.

Y frente a eso, hay una figura que muchas veces pasa desapercibida, pero que está en primera fila: el trabajador social escolar. No con una varita mágica, pero sí con algo más poderoso: la capacidad de conectar, escuchar y actuar con otros.


No da órdenes: abre espacios para hablar

Un trabajador social no entra al plantel a “arreglar el problema”. Entra a sentarse con los chavos, a veces en un banco del patio, a veces en un rincón del aula. No les dice “debes denunciar”, sino pregunta:
—¿Te ha pasado algo que te haya hecho sentir mal en redes o en la escuela?

Muchas veces, esa pregunta sencilla es la primera vez que alguien les da permiso para hablar. Y en esa plática, nace la confianza. Porque el trabajo social no juzga: acompaña. Y eso, en medio del miedo y la vergüenza, es un alivio enorme. 

 


Camina con los maestros, no por encima de ellos

¿Crees que los profesores siempre saben cuándo hay acoso? A veces no. Pero cuando el trabajador social platica con ellos en la sala de maestros, les ayuda a ver lo que antes pasaba desapercibido: un chico que ya no levanta la mano, una chica que se sienta siempre sola, un grupo que se ríe “demasiado” de alguien.

Juntos, maestro y trabajador social diseñan formas de intervenir sin exponer a nadie, porque saben que castigar no cura. Lo que sana es sentirse visto, escuchado… y protegido.


Con las familias: sin sermones, con complicidad

Muchos papás y mamás se sienten perdidos frente al mundo digital de sus hijos. “No entiendo TikTok”, “no sé cómo mirar sin invadir”, “¿será que exageran?”.

 El trabajador social no llega con un discurso, sino con una invitación:

—¿Y si charlamos de cómo podemos cuidarlos juntos, sin que ellos se sientan vigilados?

A veces organiza cafés con padres, reuniones virtuales los viernes en la noche, o simplemente una llamada tranquila. Su objetivo no es “enseñarles a ser mejores padres”, sino tejer alianzas reales, donde todos —escuela, familia, comunidad— se sientan parte de la solución.


Con la comunidad: construye redes… de las que cuidan

El trabajo social escolar no trabaja en soledad. Reúne a estudiantes, docentes, madres, padres, incluso al personal de intendencia, para crear acuerdos colectivos.

¿Cómo queremos que sea nuestro grupo en redes?
¿Qué hacemos si vemos que alguien está siendo atacado en línea?
¿Cómo apoyamos a quien se atreve a pedir ayuda?

Y lo más bonito: deja que los mismos adolescentes propongan. Porque saben mejor que nadie cómo se vive el ciberacoso… y también cómo frenarlo.


¿Y tú qué puedes hacer hoy?

No necesitas ser experto. Solo estar presente.

  • Pregúntale a tu hijo o sobrino: “¿todo bien en el cole… y en tus redes?”
  • Si eres maestro, no minimices lo que parece “solo un chisme”.
  • Si ves algo raro, habla con el trabajador social de tu escuela.
  • Y si ya hay uno, agradécele. Porque su trabajo no se mide en actas, sino en vidas que recuperan la confianza.

Una escuela segura no se construye con reglas solas… se teje con conversaciones

Hoy, en el Día Internacional contra la Violencia y el Acoso Escolar, recordemos que el cambio no viene de un discurso, sino de actos cotidianos de cuidado compartido.

El trabajador social escolar no tiene todas las respuestas. Pero sí tiene las manos tendidas, el oído atento y el corazón dispuesto a caminar con otros, no por delante ni por detrás.

Y en un mundo donde el acoso se esconde hasta en la pantalla del celular… eso es, sin duda, revolucionario. 

 


Si en tu escuela no hay trabajo social… pregúntate por qué no.

Porque nadie debería tener que sufrir en silencio. Ni en el salón. Ni en su teléfono.

Cuidar también cansa: un homenaje a quienes sostienen la vida con las manos y el corazón

Hoy, 5 de noviembre, muchas personas en distintas partes del mundo aprovechan para hacer un alto y reconocer la labor de quienes cuidan. Aunque no existe —todavía— un “Día Internacional de las Personas Cuidadoras” decretado por la ONU, en países como Estados Unidos noviembre es el Mes Nacional del Cuidador, y en otras latitudes se han ido creando espacios propios para visibilizar esta tarea que, aunque esencial, muchas veces pasa desapercibida. Y es que cuidar no es solo una actividad: es un acto de amor, de resistencia y, a veces, de supervivencia.

Detrás de cada adulto mayor que recibe sus medicinas a tiempo, de cada niño con discapacidad que va a la escuela, de cada persona que enfrenta una enfermedad crónica con dignidad, hay alguien que despierta antes y se duerme después. Son madres, hijos, hermanos, parejas, vecinas, amigas… o trabajadores formales del cuidado, como enfermeros, asistentes domiciliarios o promotores comunitarios. A menudo, estas personas ponen sus propias vidas en pausa sin darse cuenta, hasta que el cuerpo o el alma les dice “basta”.

Porque el cuidado no es solo cambiar pañales o preparar comidas. Es también aguantar el llanto ajeno sin tener con quién desahogarse, es cargar con decisiones médicas que ni siquiera entendés del todo, es ver cómo se desdibuja tu identidad porque ya solo te llaman “el que cuida a...”. Y en ese camino, el agotamiento, la ansiedad y la culpa —sí, la culpa por sentirse cansado— se vuelven compañeros silenciosos.

Aquí es donde entra, con los pies en la tierra y el oído atento, el trabajo social. No como una solución mágica, sino como un puente. Porque un trabajador social no solo conoce los trámites o los programas gubernamentales; sabe escuchar sin juzgar, sabe que a veces lo más urgente no es un recurso, sino un abrazo o una palabra que diga: “No estás solo”. En muchas comunidades, estos profesionales han tejido redes de apoyo entre cuidadores, han organizado talleres de autocuidado en plazas o iglesias, o han acompañado a familias a enfrentar duelos que ni siquiera habían nombrado.

Y es que hay estudios —sí, muchos— que confirman algo que cualquier persona que haya cuidado ya sabe en la piel: el acompañamiento emocional y práctico reduce el estrés, mejora la calidad del cuidado y, sobre todo, devuelve un poco de humanidad a quien lo da. Pero también hay algo que los papeles no dicen: que muchas veces el trabajador social también se quiebra. Por eso, el cuidado debe ser colectivo, no individual.

En un mundo que valora lo productivo por encima de lo afectivo, honrar a quienes cuidan es un acto profundamente político. No basta con agradecerles en un día del calendario; hay que construir sistemas que los sostengan: licencias reales, acceso a salud mental, apoyo económico, tiempo libre digno. Porque si queremos una sociedad más justa, debemos empezar por reconocer que la vida se sostiene no solo con leyes o hospitales, sino con manos que se cansan y corazones que no se rinden.

Y eso, querer cuidar sin olvidar al que cuida… eso sí que es trabajo social de verdad. 


 

martes, 28 de octubre de 2025

El misterio de la mamá sándwich y el trabajador social despistado

Uno piensa en el trabajo social y se imagina montañas de papeles, reuniones eternas y diagnósticos que suenan a jeroglífico. Pero en mi caso, la cosa es más bien como una telenovela de las ocho, pero con chile, salsita y un gato que se cree terapeuta.

Llegué al centro comunitario ese jueves con mi mejor sonrisa y la ilusión —ingenua, lo sé— de que esta vez nadie usara mi carpeta como tabla para picar cebolla. La señora Toni me miró como diciendo: “Otro angelito que no sabe en qué lío se metió”, y soltó sin más:

Hoy hay junta familiar con dinámica. Si sobrevives, te invitan a la posada. Si no… al menos ya tienes tema para tu tesis.

Entraron las familias: abuelas con mirada de “yo mandaba aquí cuando tú ni siquiera eras un plan en la cabeza de tus papás”, mamás cargando bebés como si fueran mochilas de emergencia, y, para sorpresa mía, un gato rayado que los chiquillos juraban que “Relaja más que quedarse dormido viendo caricaturas”. Lo apodaron “el gato psicólogo” porque, cada vez que alguien se ponía triste, él se acercaba, se echaba al lado y empezaba a ronronear. Sin palabras, sin teorías… solo compañía.

La dinámica parecía sencilla: platicar cómo se organizan en casa. Pero en cuanto Doña Chencha abrió la boca, todo se fue al traste:

Licenciado, en mi casa no hay democracia. Aquí manda la abuela… y el que tiene el control remoto.


-¡Ah, el bendito control remoto! De pronto, ese cacharrito se volvió el eje del universo familiar. Cada quien tenía su historia:

Mi marido solo lo suelta cuando va al baño.
—En mi casa, el gato lo esconde… y así mi papá por fin nos habla.
—Mi nieto lo usa hasta para buscar recetas de arroz con leche en YouTube.


Para no morir en el intento, propuse votar: ¿qué actividad es la más importante en casa? Las respuestas fueron de otro planeta:


  • Doblar ropa viendo telenovela (“eso sí es meditación, mijo”, dijo la abuela Pina).

  • Comer cereal con tenedor, “pa’ que dure más” (idea de Toño, que a los ocho ya piensa como si tuviera una maestría en economía).

  • Ponerle subtítulos a la tele “por si el gato quiere aprender a leer” (gracias, mamá sándwich, siempre incluyente hasta con los felinos).

Justo cuando creí que ya no podía ponerse más surrealista, Doña Pelos se paró, cruzó los brazos y sentenció:

Ya basta. A partir de hoy, el gato psicólogo preside las decisiones. Porque aquí la autoridad es peluda, no grita… y cuando te mira, hasta el control remoto pierde sentido.

La dinámica terminó cuando descubrimos que el dichoso control remoto había desaparecido. Sospechas al gato, sospechas a los niños, hasta se rumoreó que el microondas se lo había tragado. Nadie lo encontró. Pero, curiosamente, sin él, todos empezaron a hablar de verdad… aunque sí, por un momento estuvieron a punto de formar una comisión de investigación tipo FBI del barrio.

Al despedirme, la señora Toni me metió en la mano una bolsita de galletas de avena con pasas —esas que saben a domingo de infancia— y me dijo, medio en broma, medio en serio:

Licenciado, usted es como el gato: llega, escucha, no dice nada… y se va dejando todo más tranquilo.

Salí caminando despacio, pensando que esto del trabajo social no se trata de salvar al mundo de un solo golpe. Se trata de aprender a vivir entre gatos que curan con su presencia, mamás que reinventan la economía doméstica con un tenedor y abuelas cuyo poder supera al de cualquier reforma constitucional.


Ah, y una lección que me llevé bien grabada: nunca, jamás, confíes en que el control remoto está donde lo dejaste. Porque en esta vida, hasta los aparatos tienen alma… o al menos, un gato que los esconde con propósito terapéutico.


martes, 21 de octubre de 2025

El Día Mundial del Ahorro de Energía: No se trata de gastar menos, sino de vivir mejor

21 de octubre — Una fecha para repensar no solo cómo usamos la energía, sino cómo queremos vivir. 
 

🔌 Más allá del enchufe

El Día Mundial del Ahorro de Energía no es solo una fecha en el calendario. Es una invitación a mirarnos en el reflejo de nuestros hábitos y entender que, aunque la energía se esconde tras los enchufes, sus efectos son profundamente tangibles: en el aire que respiramos, en el clima, en la justicia energética y en el futuro que construimos. 

No se trata simplemente de gastar menos.
Se trata de vivir mejor y más conscientes. 


 

📜 Origen: Un faro ético en tiempos de consumo desbordado 


En 2012, durante su primera conferencia en Dubái, el Foro Energético Mundial instituyó oficialmente el 21 de octubre como el Día Mundial del Ahorro de Energía. Su objetivo: sensibilizar a gobiernos, empresas y ciudadanos sobre la urgencia de la eficiencia energética como herramienta contra el cambio climático. 

Pero la meta va más lejos:   

    Sembrar una nueva cultura social donde el ahorro no sea un sacrificio, sino una prioridad colectiva para garantizar energía limpia, moderna y accesible para todos. 
     

 

🤝 Ahorro energético: un acto colectivo (y profundamente ético) 


 ¿Hasta qué punto podemos prescindir del derroche sin sacrificar bienestar?
Esa es la pregunta que nos plantea este día. 

Ahorrar energía reduce nuestra huella de carbono, mejora la calidad del aire en las ciudades y alivia la presión sobre los ecosistemas. Pero sobre todo, es un pacto colectivo:
cuando millones de personas apagan lo innecesario, ese gesto doméstico se convierte en un movimiento global. 



✨ Algunas acciones que marcan la diferencia: 


    Cambiar focos por LEDs (consumen hasta un 80% menos).  
    Desconectar dispositivos en stand-by.  
    Aprovechar al máximo la luz natural.  
    Caminar, andar en bici o compartir transporte siempre que sea posible.
     

Estos no son “tips ecológicos”. Son actos de conciencia que redefinen el progreso: no como acumulación, sino como equilibrio. 
 

⚖️ La contradicción moderna: comodidad vs. sostenibilidad 

Vivimos en una paradoja:
la energía que hace posible nuestro confort también puede poner en jaque nuestro futuro si no la usamos con sabiduría. 

Pero el ahorro no es renuncia.
Es respeto.
Respeto por quienes hoy sufren los efectos del cambio climático.
Respeto por las generaciones futuras.
Respeto por la Tierra que compartimos. 
 

💡 Una analogía cotidiana (con gran alcance) 


Imagina que llegas a casa tras un largo día y enciendes la luz del pasillo.
Ese gesto, aparentemente insignificante, está conectado con: 

    Quien fabricó la bombilla,  
    La central eléctrica que la alimenta,  
    Los combustibles quemados para generar esa electricidad,  
    Y las personas que respiran el aire que se contamina al hacerlo.
     

Elegir no encender —o apagar a tiempo— también es cuidar.
Aunque parezca diminuto. 
 

🌱 Hacia un futuro más humano 


El futuro del ahorro energético no depende solo de la tecnología, sino de una sensibilidad renovada:
la comprensión de que el verdadero lujo no es tener más, sino vivir en un entorno sano, estable y justo. 

Ahorrar energía no es vivir a oscuras.
Es aprender a prender solo lo necesario,
para que todos —hoy y mañana— puedan disfrutar de esa misma luz. 
 

    “Cuidar la energía es cuidar todo lo demás.” 

El 21 de octubre es solo un recordatorio.
El resto del año… depende de nosotros. 
 

👉 No subestimes tu gesto. Multiplicado por millones, transforma el mundo. 


 

¿Dónde está mi hoverboard? Reflexiones (y memes) en el Día de Regreso al Futuro (21 de octubre)

Hoy es 21 de octubre.
Sí, ese día en que el calendario se ríe de nosotros con una mezcla de nostalgia y decepción tecnológica.
Porque, ¿dónde están los autos voladores? ¿Y mi hoverboard? ¿Alguien vio el mío? Creo que lo presté en 1993… y nunca regresó.


El futuro que nos prometieron vs. el que nos tocó

En 1985, Regreso al Futuro II nos juró que en 2015 (y por extensión, en 2025) viviríamos en un mundo de tenis autoajustables, pantallas holográficas y pizzas que se hidrataban solas.

Lo que no nos dijeron es que en 2025:

  • Tu tostadora quema el pan con la cara de Baby Yoda.
  • El “condensador de flujo” más cercano es el WiFi del vecino… que ni siquiera te deja usar.
  • Y el único “flujo” que existe es el de TikTok, donde todos viajan en el tiempo… hacia atrás, a sus 15 minutos de fama.

Si Marty McFly llegara hoy… ¿sobreviviría?

Imagínalo: Marty y Doc Brown aterrizan en la Ciudad de México (o en cualquier metrópoli latinoamericana) en pleno 2025.
  • Se estacionan mal el DeLorean en la principal y mas concurrida avenida de la ciudad y… ¡zas! multa automática.
  • Piden un Uber: “Llegará en 2 minutos”. Pasan 25.
  • Intentan pagar con una moneda de 1985… y el tendero les dice: “¿Eso es de colección o qué?”
  • Buscan sus tenis autoajustables… y lo más cercano son unos con luces LED que parpadean al ritmo de Despacito.

Spoiler: Doc Brown se volvería loco. Marty solo querría regresar a 1985… a la época en que el mayor problema era que Biff te robara tu novia.


El verdadero viaje en el tiempo: la vida cotidiana

No necesitas un DeLorean para viajar en el tiempo. Basta con:

  • Abrir el microondas: tu sopa estaba hirviendo hace dos minutos… ahora está fría, pegada al plato y con olor a desilusión.
  • Revisar tu app bancaria: la fecha de corte llegó antes que tu sueldo.
  • Ver el pronóstico del clima: “Hoy habrá lluvias… y también baches nuevos”.

Hasta Alexa se burla: “Tu pedido está en camino” y escuchas una ligera risita.
(Sí, claro. Igual que la paz mundial y la factura del gas que no sube.)


¿Y entonces… para qué celebrar?

Porque aunque el futuro no sea como lo soñamos, sí es como lo contamos.

Celebrar el Día de Regreso al Futuro no es lamentar lo que no tenemos. Es reírnos de lo absurdo que resultó todo… y seguir adelante con un meme en la mano y una calceta fosforescente en el pie.

No tenemos autos voladores, pero tenemos:

  • Memes que viajan más rápido que la luz.
  • Selfies con filtros de perrito que curan el alma (temporalmente).
  • Y la capacidad de convertir cualquier fracaso tecnológico en un chiste compartido.

Brindemos por el futuro… el de verdad

Así que hoy, en este 21 de octubre de 2025, brindemos con un smoothie azul radioactivo (versión moderna del batido de la cafetería del futuro), pongámonos esa camiseta de Marty que ya no nos queda y subamos una foto con cara de “¿esto es lo mejor que la humanidad pudo hacer?”.

Porque al final, el futuro no es una fecha en el calendario.
Es una actitud.
Y si hay algo que Regreso al Futuro nos enseñó, es que el futuro lo hacemos nosotros… aunque sea mientras esperamos a que el WiFi se conecte. 


 

viernes, 17 de octubre de 2025

Donde empieza la esperanza: el trabajo social ante la pobreza (Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza 17 de octubre

Cada 17 de octubre, el mundo detiene por un momento su rutina para hablar de pobreza. Pero, por más discursos y cifras que se repitan, sigue siendo difícil entender lo que significa vivir con menos de lo indispensable. La pobreza no es un concepto; es la vida que se sostiene con ingenio, con resistencia y con fe en los demás. Es ese niño que estudia con un cuaderno prestado, o esa mujer que camina kilómetros para conseguir agua.

En México, millones de personas viven en esa realidad invisible. En los márgenes de las ciudades, donde el pavimento se acaba y empieza el polvo, el trabajo social se convierte en uno de los pocos brazos extendidos del Estado hacia quienes no tienen red de apoyo. Los trabajadores sociales no llegan con promesas milagrosas; llegan con escucha, con respeto y con paciencia. En su labor, la empatía se convierte en herramienta y la dignidad en objetivo.

Quienes elegimos mirar la pobreza desde afuera solemos reducirla a números. Pero el trabajador social sabe que detrás de cada cifra hay una historia detenida: la niña que no asiste a clases porque cuida a sus hermanos, el anciano que no recibe atención médica, la familia que reconstruye su vivienda después de una inundación. El trabajo social, entonces, no es un servicio; es una forma de resistencia.

Hoy, en el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, vale la pena cuestionar lo que entendemos por progreso. Porque mientras unos acumulan riqueza, otros acumulan esperas. La lucha contra la pobreza no puede depender solo de políticas económicas: necesita una mirada humana, una ética que ponga la vida en el centro. Y en ese terreno, el trabajo social no busca protagonismo; busca puentes.

En cada comunidad hay ejemplos silenciosos: mujeres que organizan comedores, jóvenes que impulsan cooperativas, adultos mayores que enseñan oficios a sus vecinos. Los trabajadores sociales acompañan esas iniciativas sin imponer agendas, fortaleciendo la confianza colectiva que nace del "hacer juntos". Allí donde la pobreza se disfraza de rutina, ellos descubren posibilidades que parecían extinguidas. 

Erradicar la pobreza no significa borrar la carencia, sino dar oportunidad de reconstruir el sentido. Cuando una persona encuentra empleo digno, acceso a salud, educación o simplemente alguien que le escuche sin juzgar, comienza una transformación real. El trabajo social es esa chispa que prende en lo cotidiano y demuestra que el cambio empieza cuando dejamos de mirar la pobreza con lástima y comenzamos a mirarla con compromiso.

Tal vez este día no necesite más estadísticas ni discursos elaborados. Tal vez lo que de verdad se necesita es voluntad de reconocer que la pobreza no es un fracaso individual, sino una falla colectiva. Si cada profesional, vecino o ciudadano asumiera que la dignidad de otros también es su responsabilidad, la erradicación dejaría de ser una utopía.

Y ahí, en ese gesto cotidiano de acompañar y creer que todos merecen una vida plena, se encuentra la esencia del trabajo social. No en la burocracia, ni en los programas, sino en el encuentro humano —ese que devuelve esperanza donde parecía imposible hallarla—. Porque la pobreza no se vence solo con dinero; se vence cuando alguien extiende la mano y dice: “no estás solo”.


 

jueves, 16 de octubre de 2025

La semana en que la novela me encontró. (Semana Mundial de la Novela del 13 al 20 de octubre del 2025)

El lunes, la ciudad parecía la misma: camiones llenos, vendedores de frutas gritando precios en la esquina, y el sol arrancando vapores del pavimento. Sofía llegó a la biblioteca más por costumbre que por convicción, sabiendo que algo celebraban esa semana, aunque no entendía por qué tanto alboroto con las novelas. Nunca había terminado una entera.

El ambiente allá adentro contrastaba con el bullicio de la calle: fresco, con olor a hojas viejas y manos recién lavadas. Un bibliotecario, entusiasta y algo insistente, le puso en las manos una novela poco conocida. “Dale una oportunidad, igual y te cambia el día”, le dijo con una sonrisa de esas que convencen.

Aquella noche, entre mensajes de WhatsApp y citas de trabajo que no podía olvidar, Sofia leyó la primera página. No entendió mucho, pero hubo algo en el tono de la protagonista que la hizo sentir en confianza, como si platicara con una vecina en la tienda.

 

Esa sensación se hizo costumbre. Al tercer día, la novela era una excusa para salir antes del tráfico y perderse entre palabras ajenas. Los personajes invadieron su rutina: pensaba en ellos al elegir el desayuno, los imaginaba riendo en la parada del camión como si fueran amigos de toda la vida.

El viernes, Sofía consiguió arrastrar a su hermano a una charla de la Semana Mundial de la Novela. Le sorprendió la cantidad de gente: doñas, chavitos de secundaria, un señor que parecía conocer todos los libros del mundo. La moderadora preguntó:
—¿Alguien quiere compartir qué historia les marcó la vida?

Sofía, tímida, se quedó callada, pero escuchó atento las anécdotas de otros, sintiendo que tal vez aquello de leer novelas no era solo entretenimiento, sino una forma de entenderse —y entender a los demás— en este mundo raro.

El domingo, a último minuto, devolvió la novela a la biblioteca. Al salir, el bibliotecario volvió a sonreír como si supiera un secreto:
—¿Te convenció?
Sofía se encogió de hombros y, por primera vez, no supo qué responder.

Al día siguiente, mientras iba tarde al trabajo, notó algo insólito: en la parada de camión, la señora del puesto de jugos leía la misma novela. Detrás, dos estudiantes discutían sobre un personaje del libro. Y, por la tarde, su jefe mencionó —casi al pasar— una frase idéntica a la que más le había gustado.

Entonces Sofía entendió: la Semana Mundial de la Novela no termina el domingo. A veces, una historia se te pega y, sin darte cuenta, empieza a vivir en quienes te rodean. Las novelas, pensó, son como esos chismes buenos: una vez que arrancan, nadie los detiene.

Sofía sonrió por dentro y, sin decir palabra, tomó prestada otra novela. Esta vez, con la certeza de querer ver hasta dónde llegaba la magia.

 


 

Comer bien no debería ser un lujo (16 de octubre: Día mundial de la alimentación)

Hay algo que me ha marcado desde niño: el olor del guisado que se cocinaba en la casa de mi abuela los domingos. Ese aroma llegaba hasta la calle, y uno sabía que ahí esperaba no solo comida, sino cariño servido en platos hondos. Cada 16 de octubre, cuando se habla del Día Mundial de la Alimentación, pienso en esa mesa repleta y en las miles de mesas vacías que existen al mismo tiempo. Porque más allá de las campañas y los lemas bonitos, lo que realmente está en juego es algo muy simple pero desgarrador: que todavía hay gente que no sabe qué va a comer mañana.

El mundo al revés

Vivimos en un planeta extraño. Caminas por el súper y ves montañas de frutas perfectas, carnes empacadas al vacío, lácteos que vencen en semanas. Todo ordenadito, limpio, como si la comida naciera ahí mismo. Pero a unas cuadras, hay familias que hacen malabares para llenar el carrito con lo más básico: frijoles, arroz, tal vez un pollo para toda la semana. Y más lejos, en algún rincón del mundo, alguien camina horas para conseguir agua potable.

Me duele pensar que mientras unos tiramos el pan que se puso duro, otros lo estarían agradeciendo con lágrimas en los ojos. No es culpa nuestra tener acceso a la comida, pero sí es nuestra responsabilidad no desperdiciarla. Cada vez que abro el refrigerador y veo esa fruta arrugada que no me comí, o esos restos de comida que se echaron a perder, siento una punzada. Porque en algún lugar, esa misma fruta hubiera sido un tesoro.

Las manos que nos alimentan

Detrás de cada tortilla que desayunamos hay historias que ni imaginamos. El campesino que se levanta antes del amanecer para regar el maíz, con las manos agrietadas por el trabajo y los ojos cansados pero llenos de esperanza. La señora que amasa en la esquina, que conoce de memoria cuánta sal lleva la masa y cómo debe sonar cuando está lista. El señor del mercado que madruga para traer los quelites frescos, que sabe cuáles están tiernos solo con tocarlos.

Todos ellos forman parte de nuestra mesa, aunque nunca los veamos. Y muchas veces, quienes nos dan de comer son los que menos tienen. Es una paradoja cruel: el que siembra no siempre cosecha para sí mismo. He conocido productores que venden sus mejores verduras y se quedan con las que ya no se ven tan bonitas, no por vanidad, sino porque necesitan esos pesos extra para que sus propios hijos coman.

El sabor de casa

La comida es memoria. Cada familia tiene sus rituales, sus secretos culinarios que se pasan de generación en generación. En mi casa, el domingo no era domingo sin el pozole de mi mamá. Ella lo preparaba desde el sábado por la noche, dejando que el maíz se cocinara lentamente, con paciencia. "La comida no se apura", decía, "porque comer es un acto de amor".

Y tenía razón. Cuando compartimos la mesa, compartimos mucho más que nutrientes. Compartimos tiempo, conversación, risas, a veces también preocupaciones. La cocina se vuelve el corazón de la casa, el lugar donde se toman las decisiones importantes y donde se celebran las pequeñas victorias. Por eso duele tanto saber que hay familias que no tienen ni siquiera una mesa donde sentarse juntas.

En México, tenemos una riqueza gastronómica que nos conecta con nuestras raíces. Cada mole, cada salsa, cada tamal lleva siglos de sabiduría. Pero esa riqueza también nos compromete: si conocemos el verdadero valor de la comida, no podemos ser indiferentes ante quien no la tiene.

Lo que sí podemos hacer


A veces sentimos que el problema del hambre es tan grande que nosotros, desde nuestro lugar, no podemos hacer nada. Pero la verdad es que cada pequeña acción cuenta más de lo que creemos. Cuando compro en el tianguis en lugar del supermercado, estoy apoyando directamente a un productor local. Cuando aprovecho las sobras de ayer para hacer algo nuevo hoy, estoy siendo parte de la solución, no del problema.

También está el asunto de comer conscientemente. No se trata de volverse obsesivo, sino de valorar lo que tenemos. Masticar despacio, disfrutar los sabores, agradecer mentalmente a quienes hicieron posible que ese alimento llegara a nuestro plato. Es una forma sencilla de honrar la comida y, de paso, de disfrutarla mejor.

Y luego está algo que me parece fundamental: enseñar a los niños de la casa de dónde viene lo que comen. Llevarlos al mercado, explicarles por qué el jitomate de temporada sabe diferente, contarles que las gallinas ponen huevos cuando están felices. Esa educación emocional con la comida puede cambiar su relación con ella para siempre.

El peso de la conciencia

No puedo escribir sobre alimentación sin mencionar algo que me quita el sueño: los números. Más de 800 millones de personas en el mundo no tienen suficiente comida. Ochocientos millones. Es una cifra tan grande que se vuelve abstracta, pero cada número representa a alguien como nosotros, con nombre, con familia, con sueños. Alguien que siente hambre de verdad, no el hambre de "no sé qué quiero comer", sino el hambre que duele en el estómago y nubla los pensamientos.

Por otro lado, se desperdician aproximadamente 1,300 millones de toneladas de comida al año. Imaginen: comida suficiente para alimentar a miles de millones de personas se va directo a la basura. No es solo irresponsable; es inmoral. Cada vez que tiro comida, estoy siendo cómplice de esta paradoja absurda.

Una mesa para todos


El Día Mundial de la Alimentación no debería ser solo una fecha en el calendario. Tendría que ser un recordatorio diario de que mientras alguien tenga hambre, nuestra humanidad está incompleta. Porque alimentarse no es un favor que le hacemos a alguien; es un derecho básico, como respirar o tener techo.

Al final, creo que la comida nos enseña lo que realmente importa: cuidar unos de otros. Cuando invitas a alguien a tu mesa, le estás diciendo "me importas". Cuando compartes tu último pedazo de pan, estás eligiendo el amor por encima del miedo. Y cuando luchas para que nadie pase hambre, estás construyendo el mundo en el que todos deberíamos vivir.

Mientras escribo esto, puedo oler el café que se está haciendo en la cocina. Es un aroma que me tranquiliza, que me recuerda que hay cosas simples y hermosas en la vida. Pero también me recuerda mi tarea: hacer que ese mismo aroma, esa misma sensación de tranquilidad y abundancia, llegue a todas las casas. Porque comer bien no debería ser un lujo. Debería ser simplemente vivir.

 


 

martes, 14 de octubre de 2025

Dicen los viejos del barrio —esos que saben más que Wikipedia y menos que su abuela— que el Día Mundial de la Costurera (14 de octubre)

Dicen es el único día del año en que los carritos de tamales y los de camotes firman una tregua temporal. Ni siquiera el panadero se mete. Todos se ponen de acuerdo: hoy se rinde homenaje a esas manos mágicas que convierten una sábana vieja en cortina de lujo, y si les sobra media hora, en disfraz de fantasma para los chamacos que van a pedir “dulce o truco”… para "Jalouín)"

 El sol apenas asoma y ya se escucha el “trac trac” de la máquina de coser. Las costureras entran en modo combate: Doña Lupita con su dedal blindado (heredado de su bisabuela y con más historias que un capítulo de Mujer, casos de la vida real), Doña Conchita con gafas de aumento que parecen lupas, y la joven Marifer, que aprendió a coser viendo tutoriales en TikTok pero ya juró en la Virgen de Guadalupe que puede hacer un vestido de quinceañera con la lona de una sombrilla que se encontró.

En las casas mexicanas, este día es como confesionario:
—“Oye Má, ¿me arreglas el pantalón? Es que intenté brincar la barda… y la barda no me quiso dejar.”
—“Doña, ¿esto todavía se puede salvar?” —dice una señora mostrando una camiseta que parece haber sobrevivido a un ataque zombi.
Y si la costurera dice que sí… aunque ese milagro esta fuera del alcance de los simples mortales.

La leyenda dice (inventada por Doña Chona del puesto de elotes, pero ya es tradición) cuenta que cada 14 de octubre, al caer la tarde, las costureras se reúnen bajo el ahuehuete de la plaza a debatir temas trascendentales: cuál hilo sirve para coser amor propio, si las tijeras cortan malos recuerdos, y si esa aguja que se perdió en 2012 ya regresó convertida en imperdible con actitud.

Por la tarde, el grupo de WhatsApp “Costura y Chisme SOCIEDAD ANÓNIMA” explota:

“Acabo de zurcir una mochila tan rota que parecía bolsa de mandado de fin de quincena… ¡y todavía tenía recibos del Oxxo de 2019!”
“Me trajeron una camisa con más agujeros que la trama de La Rosa de Guadalupe después del capítulo del trillizo.”
“¿Alguien sabe cómo quitar mancha de salsa de enchiladas con puntadas invisibles? Porque si uso cloro, el cliente dice que ‘se siente la tristeza del algodón’.”
“Dicen que si hoy enhebras la aguja al primer intento, te sale tarea fácil todo el año… ¡y hasta te podrías ganar la lotería!, siempre y cuando compres boletos”

Una costurera responde:

“Si logro encontrar hilo que combine con los calcetines del cliente… ¡ya no pido aumento, pido santidad!”

 Llega el cliente final del día: un joven desesperado, sudando más que en el examen final de cálculo.
—“¡Doña, le juro que esta vez sí le traigo café! Pero por favor, arrégleme el cierre antes de mi cita con la chica de Tinder… ¡dice que le gustan los hombres ‘bien arreglados’!”
Doña Lupita, sin dejar de coser, responde con una sonrisa de sabiduría ancestral:
—“El café ayuda, mijo. Pero aquí lo importante no es el cierre… ¡es que no cierres el corazón de tanto coserlo!”

Al atardecer, los mitos crecen como moho en pan de ayer. Se dice que las costureras leen el futuro en la tela: si queda arrugada, viene lluvia; si la puntada se sale, cuidado con el jefe; y si el hilo se enreda… es que alguien está mintiendo en el grupo ese ede WhatsApp.

En algunos barrios, los niños juran que los alfileres mágicos conceden deseos: si los encuentras alineados en forma de estrella, el examen será fácil… y si están en forma de corazón, ¡te va a escribir tu crush! (Aunque sea para pedirte apuntes.)

Ya entrada la noche, las costureras cierran sus máquinas y celebran con pastel de zanahoria decorado con betún en forma de carrete de hilo… y un karaoke improvisado donde la canción favorita es “Hilo y aguja”, himno no oficial de quienes arreglan la vida entre puntada y puntada, y a veces, sin que nadie se dé cuenta, también arreglan almas.

Doña Lupita, cansada pero con el alma llena, suspira mientras guarda su dedal:
—“Hoy no solo remendé pantalones… también corazones rotos, recuerdos descosidos y un orgullo que ya olía a naftalina. Mañana, seguro, me traen el disfraz de dinosaurio para el hijo del vecino… ¡pero yo puedo con todo! A fin de cuentas, si no hay tela, ¡se inventa con cortinas!” 

La vida se cose con hilo fino,
       la vida es un traje a medida, oye.
La vida no tiene patrones no,
             la vida con hilo y aguja pasa la vida.