Cada 17 de octubre, el mundo detiene por un momento su rutina para hablar de pobreza. Pero, por más discursos y cifras que se repitan, sigue siendo difícil entender lo que significa vivir con menos de lo indispensable. La pobreza no es un concepto; es la vida que se sostiene con ingenio, con resistencia y con fe en los demás. Es ese niño que estudia con un cuaderno prestado, o esa mujer que camina kilómetros para conseguir agua.
En México, millones de personas viven en esa realidad invisible. En los márgenes de las ciudades, donde el pavimento se acaba y empieza el polvo, el trabajo social se convierte en uno de los pocos brazos extendidos del Estado hacia quienes no tienen red de apoyo. Los trabajadores sociales no llegan con promesas milagrosas; llegan con escucha, con respeto y con paciencia. En su labor, la empatía se convierte en herramienta y la dignidad en objetivo.
Quienes elegimos mirar la pobreza desde afuera solemos reducirla a números. Pero el trabajador social sabe que detrás de cada cifra hay una historia detenida: la niña que no asiste a clases porque cuida a sus hermanos, el anciano que no recibe atención médica, la familia que reconstruye su vivienda después de una inundación. El trabajo social, entonces, no es un servicio; es una forma de resistencia.
Hoy, en el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, vale la pena cuestionar lo que entendemos por progreso. Porque mientras unos acumulan riqueza, otros acumulan esperas. La lucha contra la pobreza no puede depender solo de políticas económicas: necesita una mirada humana, una ética que ponga la vida en el centro. Y en ese terreno, el trabajo social no busca protagonismo; busca puentes.
En cada comunidad hay ejemplos silenciosos: mujeres que organizan comedores, jóvenes que impulsan cooperativas, adultos mayores que enseñan oficios a sus vecinos. Los trabajadores sociales acompañan esas iniciativas sin imponer agendas, fortaleciendo la confianza colectiva que nace del "hacer juntos". Allí donde la pobreza se disfraza de rutina, ellos descubren posibilidades que parecían extinguidas.
Erradicar la pobreza no significa borrar la carencia, sino dar oportunidad de reconstruir el sentido. Cuando una persona encuentra empleo digno, acceso a salud, educación o simplemente alguien que le escuche sin juzgar, comienza una transformación real. El trabajo social es esa chispa que prende en lo cotidiano y demuestra que el cambio empieza cuando dejamos de mirar la pobreza con lástima y comenzamos a mirarla con compromiso.
Tal vez este día no necesite más estadísticas ni discursos elaborados. Tal vez lo que de verdad se necesita es voluntad de reconocer que la pobreza no es un fracaso individual, sino una falla colectiva. Si cada profesional, vecino o ciudadano asumiera que la dignidad de otros también es su responsabilidad, la erradicación dejaría de ser una utopía.
Y ahí, en ese gesto cotidiano de acompañar y creer que todos merecen una vida plena, se encuentra la esencia del trabajo social. No en la burocracia, ni en los programas, sino en el encuentro humano —ese que devuelve esperanza donde parecía imposible hallarla—. Porque la pobreza no se vence solo con dinero; se vence cuando alguien extiende la mano y dice: “no estás solo”.



