jueves, 9 de octubre de 2025

El cartero, los perros y la magia que se nos fue por el buzón

Mira, si no te has enterado hoy 9 de octubre , hoy es el Día mundial del Correo. Del correo, no del cartero; ese es en noviembre, mmm... creo que el 12, bueno, no estoy seguro, aunque va junto con pegado.

Y si piensas en ello, seguro que en tu memoria aparece la figura de ese cartero de tu barrio, el que se jugaba el tipo esquivando al dóberman de la casa azul con la misma elegancia y agilidad de un acróbata del Cirque du Soleil. Aún recuerdo el peso y el tacto de esos sobres que traía, que me enviaban del otro lado del mundo porque había escuchado en mi radio de onda corta estaciones de China, Francia o países africanos, y les escribía una carta para decirles que los había escuchado desde mi México.

Antes, este oficio tenía algo de épica cotidiana. Kilómetros a pie con una bolsa llena de noticias buenas, malas e indiferentes. Lidiaban con puertas de reja que no se abrían, timbres que llevaban muertos desde la guerra y perros que se creían, sinceramente, leones de la sabana. Su trabajo era una lucha constante contra el mundo físico.

Ahora, sin embargo, lo que llevan en la furgoneta o en su moto (y ya ni hablamos de bicicletas) son cajas. Los idolatramos si el paquete (que viene desde China) llega en 5 días, y los crucificamos si se retrasa más de la cuenta. Su figura, que antes olía a tinta y a paciencia, hoy huele a plástico de burbujas y a urgencia.

Y no nos engañemos, el correo de verdad, el de las cartas, está muerto, aunque todavía no lo sabe. 

La belleza del puño y letra la mató la luz fría de una pantalla. ¿Quién escribe ahora "Querida Ana"? Ahora mandamos un audio por WhatsApp, un gif de un gatito o cualquier cosa que suplante el esfuerzo de sentarse a pensar solo en alguien.

A mí me invade la nostalgia cuando pienso en esas cartas que escribía de niño, dirigidas a los Reyes Magos, pidiendo no solo juguetes, sino pequeños milagros, como que el profesor de matemáticas perdiera mi examen. El cartero era, sin saberlo, un socio necesario en el negocio de la ilusión. Tú metías tu sueño en el buzón y él, por arte de magia, se encargaba de que llegara a su destino.

Una carta no era solo un mensaje. Era un objeto con personalidad. Olía a perfume barato de una tía de alguien, o a la colonia de un novio lejano. Alguna vez, incluso, venía con un pelo pegado (algo siniestro, lo admito, pero con su punto). Eran pedazos de vida que viajaban en un sobre. Hoy solo viajan en sobres la publicidad y los cobros de servicios.

Hoy todo eso se desvanece. Los buzones están vacíos, son solo adornos. Los niños no esperan al cartero, esperan al repartidor de Amazon o un grito de -¡Mercado Libreee!-. Y hasta los perros parecen aburridos, como si echaran de menos en sus genes aquella batalla diaria y perdida contra el hombre del uniforme.

Pero bueno, celebremos este día. ¿Se te ocurre algo más radical hoy que mandar una carta? Hazlo. Escribe a alguien. Garabatea unas palabras en un papel, busca una oficina postal, compra unos timbres (y no me preguntes qué son, averígualo), pásalos por tu lengua y pégalos en el sobre, y mándalo. Porque cada vez que una carta viaja, aunque sea a la vuelta de la esquina, lo que viaja dentro es un poco de tiempo robado, de atención pura, de esas cosas que ya no se llevan.

Así que sí, el correo tradicional se apaga. Pero mientras quede un cartero, un buzón con óxido y un perro que le ladre con cariño, la esperanza, aunque sea en un papel doblado, sigue viva.