Cada octubre, con el Día Mundial de las Personas sin Hogar, siento que la ciudad contiene la respiración. Es como si por un instante nos obligáramos a mirar una herida que está siempre ahí, abierta en las banquetas, pero que preferimos esquivar con la mirada. En las esquinas de Monterrey, bajo los puentes de la Ciudad de México, en los portales de Guadalajara, hay vidas que se deshacen y reconstruyen a plena luz del día, en la más absoluta invisibilidad. No son cifras. Son personas que, como tú y yo, tuvieron una mesa donde desayunar, una cama y, a veces, hasta planes para el futuro.
Conocí a Don Manuel una tarde de llovizna, refugiado a la sombra de la Biblioteca Iberoamericana. Su voz era tranquila, pausada. “Yo tenía un taller de carpintería, ¿sabe?”, me contó, como si confiara un secreto. “Hasta que el renta se volvió una bestia y aquí me tiene.” Su historia es tan común que ya no sorprende a nadie. Menos a la trabajadora social que lo visita, una mujer cuyo nombre quizá nadie recuerde, pero que llega cada semana sin promesas grandilocuentes. No trae varitas mágicas, pero sí algo que brilla más: la disposición de sentarse en la banqueta y escuchar. De pelearse con el papeleo para conseguir una cama en un albergue, de recordarle a alguien que, a pesar de todo, sigue siendo un ser humano.
Mientras el mundo pasa de largo, el trabajo social empieza justo ahí, donde se acaba nuestra buena voluntad de domingo. Si la sociedad prefiere olvidar, ellos recuerdan. Si el sistema falla, ellos insisten. Sus días son un laberinto de gestiones, de llamadas sin respuesta, de lidiar con funcionarios que nunca han tenido frío entre cartones.
Las razones por las que alguien termina en la calle son un enredo de hilos sueltos: una enfermedad que te quiebra, un despido, la violencia en casa, la salud mental que nadie atendió a tiempo… o simplemente la mala suerte, que es más común de lo que pensamos. El resultado, sin embargo, es siempre el mismo: más gente durmiendo a la intemperie, más niños que crecen con la calle por escuela. Y nosotros, mirando para otro lado, como si con eso bastara.
Pero en medio de este paisaje gris, a veces pasa algo. Como le pasó a Sandra, a quien conocí en la Plaza Tapatía. Después de meses de vivir a la intemperie, una trabajadora social no le dio una solución, le tendió una mano. Esa mano la llevó a un albergue, luego a un taller, y después a un empleo. Son historias que no salen en las noticias, pequeñas grietas de luz en un muro de indiferencia.
Al final, el trabajo social no se trata solo de dar almuerzos o cobijas. Se trata de construir puentes entre dos Méxicos que parecen negarse. Es acompañar a alguien a reconstruir su vida, ladrillo a ladrillo. Y esa lucha, callada y mal pagada, es lo único que sostiene el tejido de lo que llamamos sociedad.
Este día mundial no debería ser solo un recordatorio, sino un golpe en la mesa. Necesitamos albergues que no parezcan almacenes, salud mental real, recursos que lleguen a tiempo y, sobre todo, respeto. Porque si algo me ha enseñado escuchar a Don Manuel y a quienes lo acompañan, es que nadie —absolutamente nadie— debería ser definido solo por la falta de un techo.
Quizás algún día, como él dice, tengamos motivos para celebrar. Mientras tanto, octubre nos vuelve a juntar bajo el mismo cielo. Y el cambio, si es que ha de llegar, empieza por dejar de actuar como si no los viéramos.


