jueves, 16 de octubre de 2025

Comer bien no debería ser un lujo (16 de octubre: Día mundial de la alimentación)

Hay algo que me ha marcado desde niño: el olor del guisado que se cocinaba en la casa de mi abuela los domingos. Ese aroma llegaba hasta la calle, y uno sabía que ahí esperaba no solo comida, sino cariño servido en platos hondos. Cada 16 de octubre, cuando se habla del Día Mundial de la Alimentación, pienso en esa mesa repleta y en las miles de mesas vacías que existen al mismo tiempo. Porque más allá de las campañas y los lemas bonitos, lo que realmente está en juego es algo muy simple pero desgarrador: que todavía hay gente que no sabe qué va a comer mañana.

El mundo al revés

Vivimos en un planeta extraño. Caminas por el súper y ves montañas de frutas perfectas, carnes empacadas al vacío, lácteos que vencen en semanas. Todo ordenadito, limpio, como si la comida naciera ahí mismo. Pero a unas cuadras, hay familias que hacen malabares para llenar el carrito con lo más básico: frijoles, arroz, tal vez un pollo para toda la semana. Y más lejos, en algún rincón del mundo, alguien camina horas para conseguir agua potable.

Me duele pensar que mientras unos tiramos el pan que se puso duro, otros lo estarían agradeciendo con lágrimas en los ojos. No es culpa nuestra tener acceso a la comida, pero sí es nuestra responsabilidad no desperdiciarla. Cada vez que abro el refrigerador y veo esa fruta arrugada que no me comí, o esos restos de comida que se echaron a perder, siento una punzada. Porque en algún lugar, esa misma fruta hubiera sido un tesoro.

Las manos que nos alimentan

Detrás de cada tortilla que desayunamos hay historias que ni imaginamos. El campesino que se levanta antes del amanecer para regar el maíz, con las manos agrietadas por el trabajo y los ojos cansados pero llenos de esperanza. La señora que amasa en la esquina, que conoce de memoria cuánta sal lleva la masa y cómo debe sonar cuando está lista. El señor del mercado que madruga para traer los quelites frescos, que sabe cuáles están tiernos solo con tocarlos.

Todos ellos forman parte de nuestra mesa, aunque nunca los veamos. Y muchas veces, quienes nos dan de comer son los que menos tienen. Es una paradoja cruel: el que siembra no siempre cosecha para sí mismo. He conocido productores que venden sus mejores verduras y se quedan con las que ya no se ven tan bonitas, no por vanidad, sino porque necesitan esos pesos extra para que sus propios hijos coman.

El sabor de casa

La comida es memoria. Cada familia tiene sus rituales, sus secretos culinarios que se pasan de generación en generación. En mi casa, el domingo no era domingo sin el pozole de mi mamá. Ella lo preparaba desde el sábado por la noche, dejando que el maíz se cocinara lentamente, con paciencia. "La comida no se apura", decía, "porque comer es un acto de amor".

Y tenía razón. Cuando compartimos la mesa, compartimos mucho más que nutrientes. Compartimos tiempo, conversación, risas, a veces también preocupaciones. La cocina se vuelve el corazón de la casa, el lugar donde se toman las decisiones importantes y donde se celebran las pequeñas victorias. Por eso duele tanto saber que hay familias que no tienen ni siquiera una mesa donde sentarse juntas.

En México, tenemos una riqueza gastronómica que nos conecta con nuestras raíces. Cada mole, cada salsa, cada tamal lleva siglos de sabiduría. Pero esa riqueza también nos compromete: si conocemos el verdadero valor de la comida, no podemos ser indiferentes ante quien no la tiene.

Lo que sí podemos hacer


A veces sentimos que el problema del hambre es tan grande que nosotros, desde nuestro lugar, no podemos hacer nada. Pero la verdad es que cada pequeña acción cuenta más de lo que creemos. Cuando compro en el tianguis en lugar del supermercado, estoy apoyando directamente a un productor local. Cuando aprovecho las sobras de ayer para hacer algo nuevo hoy, estoy siendo parte de la solución, no del problema.

También está el asunto de comer conscientemente. No se trata de volverse obsesivo, sino de valorar lo que tenemos. Masticar despacio, disfrutar los sabores, agradecer mentalmente a quienes hicieron posible que ese alimento llegara a nuestro plato. Es una forma sencilla de honrar la comida y, de paso, de disfrutarla mejor.

Y luego está algo que me parece fundamental: enseñar a los niños de la casa de dónde viene lo que comen. Llevarlos al mercado, explicarles por qué el jitomate de temporada sabe diferente, contarles que las gallinas ponen huevos cuando están felices. Esa educación emocional con la comida puede cambiar su relación con ella para siempre.

El peso de la conciencia

No puedo escribir sobre alimentación sin mencionar algo que me quita el sueño: los números. Más de 800 millones de personas en el mundo no tienen suficiente comida. Ochocientos millones. Es una cifra tan grande que se vuelve abstracta, pero cada número representa a alguien como nosotros, con nombre, con familia, con sueños. Alguien que siente hambre de verdad, no el hambre de "no sé qué quiero comer", sino el hambre que duele en el estómago y nubla los pensamientos.

Por otro lado, se desperdician aproximadamente 1,300 millones de toneladas de comida al año. Imaginen: comida suficiente para alimentar a miles de millones de personas se va directo a la basura. No es solo irresponsable; es inmoral. Cada vez que tiro comida, estoy siendo cómplice de esta paradoja absurda.

Una mesa para todos


El Día Mundial de la Alimentación no debería ser solo una fecha en el calendario. Tendría que ser un recordatorio diario de que mientras alguien tenga hambre, nuestra humanidad está incompleta. Porque alimentarse no es un favor que le hacemos a alguien; es un derecho básico, como respirar o tener techo.

Al final, creo que la comida nos enseña lo que realmente importa: cuidar unos de otros. Cuando invitas a alguien a tu mesa, le estás diciendo "me importas". Cuando compartes tu último pedazo de pan, estás eligiendo el amor por encima del miedo. Y cuando luchas para que nadie pase hambre, estás construyendo el mundo en el que todos deberíamos vivir.

Mientras escribo esto, puedo oler el café que se está haciendo en la cocina. Es un aroma que me tranquiliza, que me recuerda que hay cosas simples y hermosas en la vida. Pero también me recuerda mi tarea: hacer que ese mismo aroma, esa misma sensación de tranquilidad y abundancia, llegue a todas las casas. Porque comer bien no debería ser un lujo. Debería ser simplemente vivir.