lunes, 13 de octubre de 2025

Crónica sin sentido, desde la sala de mi casa: El Día del Cacahuate (13 de octubre)

Mira, no lo voy a negar: la idea de celebrarle al cacahuate su día la verdad me da risa y ansiedad. Porque seguro todo esto lo inventó alguien que se quedó mirando el paquete de botanas un rato largo, con la mirada perdida entre las calorías y el listón de “sin conservadores”, y de pronto pensó: “¡Qué gran idea se me acaba de ocurrir… hay que festejar al cacahuate!”. 

Me imagino que si el cacahuate hablara —y no me refiero al que viene en frasco con cara sonriente—, pediría vacaciones pagadas, quincena doble y al menos un “gracias” antes de que le rompan la cáscara, porque ni modo que a ti te guste que te conviertan en crema nada más así porque sí. Y no cualquier crema: una que luego se usa para untarle a un triste sándwich o para calmar el llanto post-discusión con tu jefe. El cacahuate, sin pedirlo, se convierte en terapeuta comestible.

Siendo honestos, nunca he visto a nadie emocionado por el Día del Cacahuate. Ni siquiera en TikTok, donde hasta el Día del Calcetín Perdido tiene su espacio (esto es cierto). Me pregunto si estos días son como el 29 de febrero: existen en el calendario, pero nadie los ve pasar. Son efemérides fantasma, celebradas en silencio por un comité de tres personas en algún rincón de internet que también festejan el Día del Bolígrafo Izquierdo.

Y no falta la tía —siempre hay una— que aparece con una receta de pastel con cacahuate que, por alguna razón divina o diabólica, lleva dos kilos de azúcar, media libra de mantequilla y un chorro de “esperanza”. Según ella, “es para la energía”. Claro, la misma energía con la que luego te quedas dormido en el sofá viendo un documental sobre abejas, con migajas en la camisa y la conciencia tranquila.

El 13 de octubre, pasa una cosa curiosa: los frascos de crema de cacahuate parecen mirarte con tristeza —“hoy no, ¿sí?”— y uno termina pidiéndoles perdón, como cuando te comes la última galleta familiar y luego finges que no sabías que era la última. Y si alguien sabe de los cacahuates caídos detrás del sillón —esos que desaparecen sin dejar rastro, esos que ya forman una comunidad oculta con sus propias leyes y un sistema de trueque basado en sal y nostalgia—, que no olvide decirles que alguien, en algún lugar del mundo, aún los recuerda. Incluso los que se esconden en el bolsillo del pantalón y reaparecen semanas después, duros como piedras y con cara de haber visto cada cosa.

Aquí los niños me preguntan si el cacahuate es primo del pistache. Les digo que son como esos parientes lejanos que sólo ves en bodas o en el IMSS: no están tan cerca, pero se llevan bien cuando hay hambre. Uno es más elegante, el otro más humilde; uno se viste de verde, el otro prefiere andar desnudo y tostado. Pero ambos comparten el mismo destino: terminar en tu boca, sin haber tenido voz en el asunto.

Por eso insisto: este día, nada de untar ni picar —hay que mirar esos cacahuates con respeto. Si tienes ganas de romper la dieta, ve por otra cosa: un churro, un suspiro, un recuerdo amargo. Guarda el cacahuate. Hoy toca hacerle homenaje, aunque sea con una canción inventada mientras lo contemplas en su envase:

“Cacahuate, cacahuate,
tu cáscara es mi desastre,
tu sabor, mi consuelo,
y tu ausencia… mi duelo.”

Si mañana alguien registra el Día Mundial del Esquite, yo voy primero —con elotes, limón, chile y toda la solemnidad que merece—, pero por hoy es momento de agradecer. Agradecer por todos esos cacahuates que han estado ahí, fieles, viendo tu serie contigo, sin pedir nada a cambio, excepto que te acuerdes de ellos. Que no los olvides cuando pases junto al anaquel del supermercado. Que les digas “gracias” en silencio al abrir el frasco. 

Eso sí es amor botanero y universal. Un amor salado, crujiente, a veces pegajoso… pero real ❤️.