La radio crepita en una casa de Nacajuca, Tabasco. Afuera, el cielo no ha dejado de escupir agua en días. El olor a tierra mojada se cuela por las rendijas de las ventanas, y tres niños observan, inmóviles, cómo el agua empieza a trepar por la banqueta. No es la primera vez. Tampoco será la última. En México, octubre no solo marca el fin de la temporada de lluvias: también es el mes en que el país recuerda —a veces con dolor, otras con resignación— que los desastres no son eventos aislados, sino parte de la cotidianidad de millones.
Este 13 de octubre, Día Internacional para la Reducción del Riesgo de Desastres, los pronósticos no son alentadores. Según el Sistema Nacional de Protección Civil, hasta la primera mitad de octubre de 2025 al menos 158 mil personas han sido afectadas por fenómenos hidrometeorológicos en 17 entidades federativas. La temporada ha generado 14 huracanes y 12 tormentas tropicales en el Pacífico y el Atlántico. Las imágenes que circulan en redes y noticieros muestran lodo, techos arrancados, caminos inundados. Pero hay otra historia que rara vez se filtra en los titulares: la de quienes trabajan antes, durante y después del desastre, sin uniforme visible ni reflectores: las y los trabajadores sociales.
Detrás de cada alerta meteorológica, de cada cifra en un boletín, hay rostros que actúan antes de que el desastre se consuma. Uno de ellos es el de Mariana.
La puerta que se abre antes del caos
En Hermosillo, Sonora, Mariana toca la puerta de doña Lupita poco después del mediodía. Lleva su portapapeles, una bolsa con medicamentos básicos y una sonrisa que transmite más calma de la que ella misma siente. Doña Lupita, de 78 años, vive sola desde que su hijo emigró a Estados Unidos. Su casa, de block y lámina, está en una zona de alto riesgo de inundación. Mariana la ha visitado cada semana desde que las primeras alertas se activaron.
—Vamos a revisar el plan de evacuación otra vez —dice, mientras saca un dibujo con colores y flechas—. Si suena la sirena, usted agarra su mochila, sale por la puerta trasera y va directo al centro comunitario. ¿Sí?
Doña Lupita asiente. Ya lo ha hecho antes. Pero en desastres, la repetición salva vidas.
Mariana es trabajadora social del Sistema Estatal DIF de Sonora. Desde que comenzó la temporada de lluvias, su jornada empieza a las 6:00 a.m. y termina cuando ya no puede más. Recorre albergues, verifica listas de personas en situación de vulnerabilidad —adultos mayores, mujeres embarazadas, personas con discapacidad—, coordina donaciones, traduce protocolos a lenguas indígenas y, sobre todo, escucha. Porque en medio del caos, muchas veces lo más urgente no es un techo, sino una voz que diga: “Estoy aquí”.
La prevención que no se ve
A nivel nacional, el trabajo social en la gestión de riesgos sigue siendo subestimado. De acuerdo con un análisis de la Red Mexicana de Gestión de Riesgos (2024), los recursos destinados a prevención —no respuesta— representan menos del 0.3% del presupuesto total en materia de protección civil. Y sin embargo, son las y los trabajadores sociales quienes identifican a las poblaciones más expuestas, diseñan estrategias comunitarias y construyen confianza donde las instituciones han fallado.
En Chiapas, gracias al trabajo de un equipo de trabajadoras sociales tzotziles, una comunidad del ejido San Juan logró evacuar a tiempo antes del deslave que arrasó con tres casas. En la Sierra Norte de Oaxaca, otro grupo organizó talleres de autocuidado emocional y mapas de riesgo elaborados por los propios habitantes. En Veracruz, se crearon comités de mujeres que ahora lideran las alertas tempranas en sus barrios.“Nosotras no esperamos a que pase el desastre para actuar”, dice Lucía, coordinadora de trabajo social en Protección Civil de Tabasco. “Nuestro trabajo es tejer redes antes de que se rompan. Y eso no se ve en los boletines, pero sí en las vidas que se salvan”.
Más allá del lodo
La labor de estas profesionales va mucho más allá de la logística. En un contexto donde el trauma colectivo se acumula con cada inundación, cada desplazamiento forzado, cada pérdida, el acompañamiento psicosocial es clave para evitar lo que los expertos llaman “la segunda catástrofe”: la desesperanza.
“Después del agua viene el miedo, y el miedo paraliza". Lo que hacen las trabajadoras sociales es ayudar a las personas a recuperar el control y la confianza sobre sus propias decisiones y acciones. Les recuerdan que, aunque todo se inunde, todavía pueden decidir, actuar, cuidarse entre ellas”.
Un reconocimiento pendiente
A pesar de su impacto, el trabajo social sigue enfrentando precariedad laboral, falta de recursos y escasa visibilidad institucional. Muchas trabajadoras operan con vehículos propios, teléfonos personales y voluntad pura. En varios estados, ni siquiera están incluidas formalmente en los comités de protección civil.
“No pedimos medallas”, dice Mariana, mientras camina de regreso al centro de operaciones bajo una llovizna persistente. “Solo que nos vean. Porque cuando la alarma suena, ya hemos estado ahí mucho antes”.
En este 2025, marcado por récords climáticos y una creciente vulnerabilidad social, hablar de reducción de desastres no puede limitarse a infraestructura o tecnología. También —y sobre todo— debe hablar de personas. De esas manos que, sin firmar, construyen el primer dique antes de que el mundo se desmorone.
Porque salvar vidas, muchas
veces, no es llegar a tiempo al rescate.
Es caminar casa por
casa, semana tras semana, asegurándose de que el rescate ni siquiera
sea necesario.
Y cuando el silencio vuelve… ellas siguen ahí,
escribiendo la historia que nadie se detiene a leer.


