martes, 28 de octubre de 2025

El misterio de la mamá sándwich y el trabajador social despistado

Uno piensa en el trabajo social y se imagina montañas de papeles, reuniones eternas y diagnósticos que suenan a jeroglífico. Pero en mi caso, la cosa es más bien como una telenovela de las ocho, pero con chile, salsita y un gato que se cree terapeuta.

Llegué al centro comunitario ese jueves con mi mejor sonrisa y la ilusión —ingenua, lo sé— de que esta vez nadie usara mi carpeta como tabla para picar cebolla. La señora Toni me miró como diciendo: “Otro angelito que no sabe en qué lío se metió”, y soltó sin más:

Hoy hay junta familiar con dinámica. Si sobrevives, te invitan a la posada. Si no… al menos ya tienes tema para tu tesis.

Entraron las familias: abuelas con mirada de “yo mandaba aquí cuando tú ni siquiera eras un plan en la cabeza de tus papás”, mamás cargando bebés como si fueran mochilas de emergencia, y, para sorpresa mía, un gato rayado que los chiquillos juraban que “Relaja más que quedarse dormido viendo caricaturas”. Lo apodaron “el gato psicólogo” porque, cada vez que alguien se ponía triste, él se acercaba, se echaba al lado y empezaba a ronronear. Sin palabras, sin teorías… solo compañía.

La dinámica parecía sencilla: platicar cómo se organizan en casa. Pero en cuanto Doña Chencha abrió la boca, todo se fue al traste:

Licenciado, en mi casa no hay democracia. Aquí manda la abuela… y el que tiene el control remoto.


-¡Ah, el bendito control remoto! De pronto, ese cacharrito se volvió el eje del universo familiar. Cada quien tenía su historia:

Mi marido solo lo suelta cuando va al baño.
—En mi casa, el gato lo esconde… y así mi papá por fin nos habla.
—Mi nieto lo usa hasta para buscar recetas de arroz con leche en YouTube.


Para no morir en el intento, propuse votar: ¿qué actividad es la más importante en casa? Las respuestas fueron de otro planeta:


  • Doblar ropa viendo telenovela (“eso sí es meditación, mijo”, dijo la abuela Pina).

  • Comer cereal con tenedor, “pa’ que dure más” (idea de Toño, que a los ocho ya piensa como si tuviera una maestría en economía).

  • Ponerle subtítulos a la tele “por si el gato quiere aprender a leer” (gracias, mamá sándwich, siempre incluyente hasta con los felinos).

Justo cuando creí que ya no podía ponerse más surrealista, Doña Pelos se paró, cruzó los brazos y sentenció:

Ya basta. A partir de hoy, el gato psicólogo preside las decisiones. Porque aquí la autoridad es peluda, no grita… y cuando te mira, hasta el control remoto pierde sentido.

La dinámica terminó cuando descubrimos que el dichoso control remoto había desaparecido. Sospechas al gato, sospechas a los niños, hasta se rumoreó que el microondas se lo había tragado. Nadie lo encontró. Pero, curiosamente, sin él, todos empezaron a hablar de verdad… aunque sí, por un momento estuvieron a punto de formar una comisión de investigación tipo FBI del barrio.

Al despedirme, la señora Toni me metió en la mano una bolsita de galletas de avena con pasas —esas que saben a domingo de infancia— y me dijo, medio en broma, medio en serio:

Licenciado, usted es como el gato: llega, escucha, no dice nada… y se va dejando todo más tranquilo.

Salí caminando despacio, pensando que esto del trabajo social no se trata de salvar al mundo de un solo golpe. Se trata de aprender a vivir entre gatos que curan con su presencia, mamás que reinventan la economía doméstica con un tenedor y abuelas cuyo poder supera al de cualquier reforma constitucional.


Ah, y una lección que me llevé bien grabada: nunca, jamás, confíes en que el control remoto está donde lo dejaste. Porque en esta vida, hasta los aparatos tienen alma… o al menos, un gato que los esconde con propósito terapéutico.