A las 7:03 am, Rosa aprieta el volante con una mano y con la otra busca en la guantera una curita para el dedo que se cortó al abrir una lata de frijoles en la madrugada. La herida le arde con el alcohol del gel antibacterial. Es su primer contacto con el dolor del día, minúsculo, propio. Pronto empezarán a llegar las heridas ajenas, las que no sangran pero huelen a encierro, a silencio roto por la tele, a sueño que no llega.
Mariana no es un “caso de depresión adolescente”. Es una chica de 15 años que se sienta siempre en la misma silla de plástico blanco, la que tiene una grieta en el respaldo. Hoy, Rosa no le pregunta por su estado de ánimo. Le señala la grieta y comenta: “Esta silla se está divorciando de sus propias patas. Como nosotros a veces, ¿no?”. Mariana casi sonríe. Esa es la primera intervención en salud mental: crear un territorio común donde la angustia pueda sentarse sin que la señalen.
En la sala de espera, Don Pedro hojea una revista del 2019. Javier lo saluda con un “Buenos días, ingeniero”. Hace tres meses que Don Pedro perdió su empleo tras 30 años en una fábrica. No viene por ayuda económica; viene porque su mujer le dijo que si no salía de casa, se volvía loco. La salud mental aquí no es un diagnóstico; es un espacio físico donde un hombre puede sentirse útil otra vez, aunque sea ayudando a doblar folletos para el taller de la semana siguiente.
El trabajo social es la primera línea de contención de una epidemia invisible: la soledad. No la soledad romántica de las películas, sino esa que se instala en el cuerpo como un hueso roto mal curado. Rosa y Javier no son terapeutas, aprendieron a leer lo que la gente calla. Reconocen el insomnio en el temblor de una mano al tomar el café. La ansiedad en la repetición obsesiva de la misma pregunta. La depresión en la camisa limpia pero arrugada, en la mirada que esquiva su propio reflejo en el vidrio de la ventana.
Cada tarde, Rosa anota en su cuaderno no solo lo que hizo, sino lo que sintió: “Hoy me mordió la impotencia” o “Hoy recordé por qué aguanto este trabajo”. Es su manera de no convertirse en un archivo de dolor ajeno.
Javier, por su parte, colecciona pequeños triunfos absurdos: la vez que consiguió que una abuela y su nieto jugaran al dominó después de cinco años sin hablarse y el día que un hombre tímido cantó en el karaoke del centro.
Al cerrar la puerta al final del día, Rosa no piensa en conceptos como “resiliencia” o “intervención psicosocial”. Piensa en Mariana, que hoy agarró un rotulador morado y dibujó un gato con alas. Piensa en Don Pedro, que se ofreció a arreglar la silla rota.
Sabe que la salud mental se construye con estos hilos casi invisibles: un gesto de confianza aquí, un espacio de dignidad allá, una palabra que no juzga, una galleta que nadie come pero que se guarda por si acaso.
Porque en el fondo, el trabajo social no es salvar a nadie. Es recordarle a la gente que su dolor tiene testigos. Y eso, en un mundo sordo, es a veces el primer paso para volver a escucharse a sí mismos.



