La felicidad…
Mira, te voy a contar: el otro día mi mamá me dijo que la felicidad
era como el pozole, que sabe mejor cuando no lo esperas. Yo, la verdad, me río porque justo me di cuenta de eso abriendo una bolsa de papas en pleno apagón, medio a oscuras y con los perros corriendo, ¡claro! Porque los perros siempre hacen fiesta cuando nada más quieres paz.O sea, tampoco creas que tengo la receta mágica―si la tuviera, te la vendía en la tiendita junto con el pan dulce. Pero me pasa que a veces la felicidad aparece en cosas raras, como cuando el señor de la farmacia me saluda y ni me conoce, o cuando encuentro cinco pesos en el pantalón guardado que ya olía a cajón.
Una vez me puse a buscarla como quien pierde una chancla en Semana Santa: revolviendo todo, preguntando a medio mundo. Spoiler: terminé con dos calcetines diferentes y la risa de mi primo, que dice que así está de moda.
La felicidad, para mí, es ese mensajito random, de esos que llegan tipo “oye, ¿te acuerdas del chisme aquel?”. Me hace pensar que igual no es tan profunda la cosa, que a veces basta con que tu vecino no toque la flauta a las seis de la mañana, o que la salsa de los tacos no te pique tanto como para hacer drama. Un día me tocó organizar el cajón del refri porque se vencieron tres yogures juntos—resultó terapéutico.
En fin, si algún día te cruzas con algo que te mueva el ánimo aunque sea poquito, pues agárralo tantito y luego ya ve si te sirve. No prometo nada, pero seguro tendrás historia pa’ contar en la próxima carne asada, y si no, pues mínimo te ríes como yo cuando encuentro mi otro calcetín perdido.
Al final del día, creo que la felicidad está en todos lados, en las acciones más pequeñas—nomás que nosotros andamos buscándola en lugares complicados cuando siempre estuvo ahí, esperando que paráramos tantito a verla.


